Papa Francisco
Audiencia General
Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles Santo, 8 de abril de 2020
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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En estas semanas de preocupación por la pandemia que tanto hace sufrir al mundo, entre las muchas preguntas que nos hacemos, también puede haber algunas dirigidas a Dios: ¿qué está haciendo ante nuestro dolor? ¿Dónde está Él cuando todo sale mal? ¿Por qué no resuelve nuestros problemas rápidamente? Son preguntas que hacemos a Dios.
Nos ayuda el relato de la Pasión de Jesús, que nos acompaña en estos días santos. Incluso allí, de hecho, es donde surgen muchas preguntas. La gente, después de haber acogido a Jesús triunfalmente en Jerusalén, se preguntaba si finalmente liberaría al pueblo de sus enemigos (cf. Lc 24,21). Esperaban un Mesías poderoso y triunfante, con la espada. En su lugar, llega uno gentil y humilde de corazón, que llama a la conversión y a la misericordia. Y es precisamente la multitud, que antes lo había alabado, la que gritó: "¡Sea crucificado! (Mt 27:23). Aquellos que lo seguían, confundidos y asustados, lo abandonaron. Pensaron: si éste es el destino de Jesús, el Mesías no es Él, porque Dios es fuerte, Dios es invencible.
Pero, si seguimos adelante y leemos la historia de la Pasión, encontramos un hecho sorprendente. Cuando Jesús muere, el centurión romano que no era creyente, no era judío sino pagano, que le había visto sufrir en la cruz y le había oído perdonar a todos, que había sentido su amor sin medida, confiesa: "Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios" (Mc 15,39). Dice justo lo contrario que los demás. Dice que hay un Dios allí, que es Dios de verdad.
Podemos preguntarnos hoy: ¿cuál es el verdadero rostro de Dios? Normalmente proyectamos en Él lo que somos, con el máximo poder: nuestro éxito, nuestro sentido de la justicia, e incluso nuestra indignación. Pero el Evangelio nos dice que Dios no es así. Él es diferente y no podríamos conocerlo con nuestras propias capacidades. Por eso se acercó a nosotros, vino a nuestro encuentro y precisamente en la Pascua se reveló completamente. ¿Y dónde se reveló completamente? En la cruz. Allí aprendemos los rasgos del rostro de Dios. No olvidemos, hermanos y hermanas, que la cruz es el trono de Dios. Nos hará bien mirar al Crucificado en silencio y ver quién es nuestro Señor: es Aquel que no señala con el dedo a nadie, ni siquiera a los que lo crucifican, sino que abre los brazos a todos; que no nos aplasta con su gloria, sino que se deja desnudar por nosotros; que no nos ama con palabras, sino que nos da la vida en silencio; que no nos obliga, sino que nos libera; que no nos trata como a extraños, sino que toma sobre sí nuestro mal, toma sobre sí nuestros pecados. Y por eso, para liberarnos de los prejuicios sobre Dios, miremos al Crucificado. Y luego abrir el Evangelio. En estos días, todos en cuarentena y en casa, encerrados, tomamos estas dos cosas en nuestras manos: al Crucificado, mirémoslo; y abre el Evangelio. Esto será para nosotros - digámoslo así - como una gran liturgia doméstica, porque en estos días no podemos ir a la iglesia. ¡Crucifijo y Evangelio!
En el Evangelio leemos que cuando la gente va a Jesús para hacerlo rey, por ejemplo después de la multiplicación de los panes, él se va (cf. Jn 6:15). Y cuando los demonios quieren revelar su divina majestad, los silencia (cf. Mc 1, 24-25). ¿Por qué? Porque Jesús no quiere que se le malinterprete, no quiere que la gente confunda al verdadero Dios, que es el amor humilde, con un dios falso, un dios mundano que da un espectáculo y se impone por la fuerza. No es un ídolo. Es Dios que se hizo hombre, como cada uno de nosotros, y se expresa como hombre pero con la fuerza de su divinidad. En cambio, cuando en el Evangelio se proclama solemnemente la identidad de Jesús... Cuando el centurión dice: "Verdaderamente era el Hijo de Dios". Está diciendo ahi, que tan pronto como dio su vida en la cruz, porque ya no se puede dudar: se ve que Dios es omnipotente en el amor, y no de otra manera. Es su naturaleza, porque así es como está hecho. Él es el amor.
Tú podrías objetar: "¿Qué voy a hacer con un Dios tan débil que muere? Preferiría un Dios fuerte, un Dios poderoso". Pero ya sabes, el poder de este mundo pasa, mientras que el amor permanece. Sólo el amor guarda la vida que tenemos, porque abraza nuestras debilidades y las transforma. Es el amor de Dios quien sanó nuestro pecado en la Pascua con su perdón, quien hizo de la muerte un pasaje de vida, quien cambió nuestro miedo en confianza, nuestra angustia en esperanza. La Pascua nos dice que Dios puede convertir todo en bien. Que con Él podemos confiar verdaderamente en que todo estará bien. Y esto no es una ilusión, porque la muerte y la resurrección de Jesús no es una ilusión: ¡Es una verdad! Por eso en la mañana de Pascua se nos dice: "¡No tengas miedo!" (cf. Mt 28,5). Y las angustiosas preguntas sobre el mal no se desvanecen de repente, sino que encuentran en el Resucitado la base sólida que nos permite no naufragar.
Queridos hermanos y hermanas, Jesús cambió la historia al acercarse a nosotros y la convirtió, aunque todavía marcada por el mal, en una historia de salvación. Al ofrecer su vida en la Cruz, Jesús también conquistó la muerte. Desde el corazón abierto del Crucificado, el amor de Dios llega a cada uno de nosotros. Podemos cambiar nuestras historias acercándonos a Él, aceptando la salvación que nos ofrece. Hermanos y hermanas, abrámosle nuestro corazón en la oración esta semana, estos días: con el Crucificado y con el Evangelio. No lo olvides: Crucificado y el Evangelio. Esta será la liturgia doméstica. Abrámosle todo nuestro corazón en la oración, dejemos que su mirada esté sobre nosotros y comprenderemos que no estamos solos, sino que somos amados, porque el Señor no nos abandona y nunca nos olvida. Y con estos pensamientos, les deseo una Santa Semana y una Santa Pascua.
 
(Traducción de Portaluz desde el original en italiano publicado en vatican.va).

 
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