Un año después de la agresión de la Federación Rusa contra Ucrania, más de diecisiete millones de personas del país agredido necesitan ayuda humanitaria, ocho millones son refugiados en el extranjero y seis millones son desplazados internos. Hay más de veinte mil víctimas civiles y unas cien mil militares en ambos frentes. Ante esta insensata destrucción en el corazón de la Europa cristiana, donde combaten soldados que comparten el mismo bautismo, una masacre que lleva a la humanidad hacia la autodestrucción a pasos cada vez más rápidos, no se puede dejar de retomar la dramática pregunta que el Sucesor de Pedro dirigió a la comunidad internacional y a cada uno de nosotros: "¿Se ha hecho todo lo posible para detener la guerra? Es difícil responder con un "sí" ante la afasia y la falta de creatividad de la diplomacia y de los organismos internacionales. Difícil responder con un "sí" ante la aceleración de la carrera armamentística y la retórica militarista del pensamiento único que estigmatiza cualquier duda sobre la escalada bélica.

 

El Papa Francisco ha hecho innumerables llamamientos, gritando, en sintonía con sus predecesores, su sentido "¡No a la guerra!". Es el mismo "¡Nunca más a la guerra!" que imploró San Pablo VI ante la asamblea de las Naciones Unidas el 4 de octubre de 1965, es ese "¡Nunca más a la guerra!" que gritó -mal y desgraciadamente desoído- San Juan Pablo II en el Ángelus del 16 de marzo de 2003, para evitar la vergonzosa invasión de Irak, cuyas consecuencias aún son visibles para todos después de la transformación durante muchos años de ese país en el laboratorio de todo el terrorismo fundamentalista.

 

El llamamiento del Papa Francisco se dirige a "quienes tienen autoridad sobre las naciones, para que se comprometan concretamente a poner fin al conflicto, alcanzar un alto el fuego e iniciar negociaciones de paz". Porque lo que "se construye sobre escombros nunca será una verdadera victoria". Y las heridas de odio y resentimiento que ha causado la barbarie de la guerra permanecerán seguramente durante más tiempo que el necesario para reconstruir Ucrania.

 

Frente a todo esto, el compromiso de quienes ayudan a las víctimas y acogen a los desplazados es un signo concreto de esperanza, que señala el camino de la fraternidad, de la no violencia y de la paz. Hay una sociedad civil que marcha, reza, trabaja e invoca la paz, como la que caminará esta noche de Perugia a Asís. Una sociedad civil cuya voz merece más espacio. Hay personas, creyentes o no, que piden al agresor Vladimir Putin que se detenga y a todos los gobiernos -empezando por los de los países más poderosos - que apuesten por la paz y no por la inevitabilidad de un conflicto devastador destinado a marcar cada vez más el futuro de Europa y de toda la humanidad. ¿Estamos haciendo todo lo posible para detener esta guerra?

 

 

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