Se levantó temprano, tempranísimo, como toda su vida. Tomó unos mates verdes y amargos, no sé si más verdes o más amargos. Se calzó unas zapatillitas marrones y salió a la vida, con sus piernas flacas y su buena onda. A la vida del pueblito donde vivió toda su existencia. Comenzó a caminar sus callecitas despacio, le pesaban un poco sus ochenta y pico y la artrosis que le está ganando la batalla.
Llegó a la casita pequeña y golpeó la puerta. Demoraron en abrirle, adentro la viejita enferma apenas se podía levantar. Entró con una cara iluminada por una sonrisa de oreja a oreja, la misma que portó cada día de su vida a pesar de las dificultades y sufrires.
En sus manos, cuidándolo como si fuera el tesoro más carísimo de la tierra, llevaba una bolsita. Con cuidado la abrió y sacó su bien más preciado, "la Comunión", "el Cuerpo de Cristo".
Durante más de cincuenta años, recorrió las casas de los más necesitados, llevando la comunión, con sus zapatillitas marrones y su sonrisa que ilumina. Después dos o tres días a la semana se reunía con mujeres para clases de costura, pero sobre todo para escucharlas y acompañarlas.
Se despidió de la viejita de pelos blancos y salió rumbo a otra casa. Y así toda la mañana.
Hilda no tuvo una vida fácil. Al contrario en sus ochenta y pico, vivió lo suficiente para tener que afrontar decenas de dificultades. Primero fue su nietita, que falleció en un accidente, después su otro nietito que padeció una enfermedad larga y después su hijo. A Hilda nunca se le notó una pizca de desesperanza. Nunca. Todos la recuerdan en los momentos más duros con el rosario en la mano y una sonrisa aunque fuera pálida y pequeña. Sacó fuerzas de su fe, se aferró a Jesús y siguió adelante cada día con su servicio a la comunidad.
Benjamín era la luz de sus ojos. Su nietito más pequeño, devoto como ella a la Virgen, el niñito se quedaba horas en su casa.
La tarde del horror cuando estallaron los caños de gas y el niñito gritó porque las llamas lo devoraban, ella corrió como pudo y con sus manos lo apagó. Fueron momentos muy duros. De mucho sufrimiento para el niñito y su familia. Y la abuela que no se separaba ni un segundo de la camita del hospital.
Pasó el tiempo, y el día de sol que Benjamín regresó a su casa, fue a la Iglesia y en medio de la misa, se paró y agradeció a Dios estar vivo. Un niño de ocho años y el valor de la vida. Siguieron tiempos difíciles, muy difíciles. De sufrires y pruebas. Y mucho cuidado. Benjamín es un niño más pero tiene el plus extra de tener que lidiar con tratamientos y tratamientos.
El día que su tío me llamó para contarme del sueño de Benjamín de ver al Papa. Creo que una luz se me encendió en el alma, una velita, que me prometí no se apagaría hasta que el pequeño pudiera ir. Cada mañana me repetía a mí misma… "Benjamín".
Todo lo demás, es favores y favores. Muchos favores, uno de cada uno, y entre todos haciendo el viaje posible y la estadía de Benjamín con su abuela Hilda en Santa Marta, tres días con el Papa.
A todas esas personas amigas en la distancia que como Ángeles Custodios van moviendo los hilos y tejiendo la red, a todos ellos que permanecen anónimos a los ojos de la humanidad pero con nombre y apellido ante Dios y ante mis mails que no cesan de enviarse.
Hilda visitó la última casa, y se despidió de todo el pueblo. Con una mirada de nostalgias y un nudo en el alma. A los pocos días estaba en Santa Marta, con Benjamín. Lo saludaron al Papa Francisco mientras cenaban. Hilda se encontró al Papa en la entrada y conversaron un ratito. Y fueron con los papás de Benjamín a la plaza. El Papa Francisco lo abrazó a Benjamín con un abrazo de Oso, y abrazó a toda la familia emocionada.
Hilda hizo tanto por tantos, esta vez le tocó a ella, todas las bendiciones fueron para ella y su amado Benjamín. El agradecimiento eterno a Dios, a la Virgen... Y al Papa que se sacrifica a diario por su pueblo. Que deja de lado su humanidad y se entrega sin reservas. No se deja nada para sí, todo su amor es para la gente, como siempre lo fue.