Se sugiere leer previamente: "El Aborto Terapéutico - Parte I", "El Aborto Terapéutico - Parte II", “El Aborto Terapéutico – Parte III”, "El Aborto Terapéutico - Parte IV"
La discusión acerca de una “Agenda Valórica” en materia de “bioética”, “aborto”, “clonación humana”, “fertilización in vitro” y “eutanasia” entre otros tantos temas vinculados al desarrollo de la sociedad chilena y sus valores culturales, religiosos y éticos nos obliga a precisar el concepto y significado de persona humana que deseamos promover para el bien del país. Este desafío nos plantea la exigencia de reconocer la existencia de normas reguladoras objetivas, fundadas sobre la naturaleza racional y espiritual del ser humano. Por lo tanto, reconocer en todos los momentos y en cada fase del desarrollo de la vida biológica del organismo humano, la expresión de la vida personal, no es un esfuerzo vano.
Decir que el “embrión humano” es “persona” no es una mera tautología. Pues, la aceptación de un “estatuto jurídico” para el embrión humano desde el primer momento de su existencia, está respaldada por la evidencia científica de su realidad biológica y su genoma humano (ADN). Así, el desarrollo de la ciencia y de la técnica en materia biogenética exige de la filosofía y del derecho una argumentación que permita asumir el concepto de persona con toda su relevancia jurídica y ética que le son inherentes.
El problema de la identidad del hombre y de la persona en el ámbito ontológico, moral y jurídico es el verdadero problema que la bioética y el derecho deben afrontar para el bien de toda la sociedad. Pues, el papel de la ciencia no puede quedar ajeno a una orientación teleológica, es decir, en el orden de los fines, que respete la dignidad de la persona humana. Especialmente, en la fase inicial del desarrollo embrional y cuando más indefenso se encuentra el derecho a la vida que le es propio.
En consecuencia, el respeto a la dignidad de la persona humana es una obligación para cada hombre y, de manera particular, para el Estado en el cumplimiento de sus funciones a favor de la familia y del bien común de toda la sociedad como lo garantiza la Constitución (Art. 1). Pues, la misión del Estado está llamada a fundarse sobre la verdad y la justicia en la consecución del bien común. Y no puede prescindir de aquellos principios que están impresos en el espíritu humano como fruto de su naturaleza racional. Así, la autoridad del Estado está determinada por una ley natural que le asigna una misión específica y lo limita en la esfera de su competencia en orden a respetar la dignidad de la persona humana, fundamento último de los derechos esenciales que emanan de su naturaleza.
Los derechos humanos, originarios en el hombre y anteriores al Estado, exigen no sólo la existencia de tal normativa sino que el respeto de la misma que permita hacer efectiva su defensa práctica. Particularmente, el derecho a la vida del niño que está por nacer y la vida de aquel que ya llega al final de su existencia natural prohibiendo la eutanasia. Tales principios ponen de manifiesto que toda ley que atenta contra ese derecho fundamental a la vida es injusta, privada de auténtica validez jurídica y, como tal, permite una legítima objeción de conciencia.
Así, la superación histórica de la dinámica social de la “cultura de la muerte” por una “cultura de la vida” exige del legislador, la objetiva elaboración de un cuerpo normativo respetuoso de la vida embrional desde sus inicios. El respeto del derecho a la vida del niño que está por nacer es un acto de justicia de frente a un ser absolutamente indefenso. Y, como tal, fundamento de todos los demás derechos humanos.
Por lo tanto, desde una perspectiva constitucional, la referencia explícita a los derechos que se garantizan a la persona humana en el Art. 19 de la Constitución, sin distinción de ninguna naturaleza, y el mandato subsiguiente al legislador para proteger la vida del que está por nacer (Art. 19 Nº1) en conjunto con el Art. 75 del Código Civil, entre otras tantas normas que han fundado el Fallo del Tribunal Constitucional contra la Píldora del Día Después, señala: “La ley protege la vida del que está por nacer...” agregando seguidamente que “el juez, en consecuencia, tomará, a petición de cualquiera persona o de oficio, todas las providencias que le parezcan convenientes para proteger la existencia del no nacido, siempre que crea que de algún modo peligra… ”. Esta normativa forma parte de una precisa regulación jurídica a favor de la vida, reconociendo a la persona humana como sujeto de derecho desde la concepción. Norma amparada por el Derecho Internacional a través del Pacto de San José de Costa Rica, vinculante para Chile, y que en su Art.4 expresa: “Toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción…”. Sentando de este modo las bases de un verdadero “Estatuto Jurídico” del embrión humano y la defensa de la vida.
En este orden de cosas el drama inherente al aborto es una cuestión sin discusión. Más aun cuando lo dramático del acto afecta no sólo a la madre de la criatura sino que, especial y definitivamente, a ésta última, absolutamente indefensa ante su agresor que actúa sobre seguro. Y ante la imposibilidad más absoluta y radical de defenderse por parte de la víctima. Especialmente, en este caso, cuando se trata de un ser inocente que grita en silencio la defensa de su propia existencia. La legalización del aborto en aquellos casos y lugares donde está permitido no modifica, en absoluto, la consecuencia inevitable de la destrucción de una vida humana. Esté o no jurídicamente despenalizado, el aborto siempre se concluye con la pérdida de una vida absolutamente inocente y que no ha tenido el más mínimo derecho a la defensa a través de un debido proceso como lo garantiza la Constitución Política en su Art. 19 Nº3, provocando graves daños sicológicos a la madre con el Síndrome Post Aborto.