Mi abuela nunca había ido a la escuela, es decir no tuvo la oportunidad de hacerlo, pero sabía mucho. Quizás sabía de puro vivir nomás y de intentar encontrar explicaciones a aquellas cuestiones que tal vez no las tienen o no tenemos la valentía de encontrarlas.
 
Cuando yo era niñita y nos quedábamos en las noches a la luz de las velas, después de haber rezado el rosario completo o la mitad, siempre había algo para contarme, para decirme en medio de la inmensidad del campo y no dejar que la soledad se​ hiciera piel en nosotras, sino por el contrario era la posibilidad de aprender de la vida. Recuerdo que una vez me dijo algo que en ese momento no entendí mucho con once años, pero hoy a la luz de lo vivido puedo ver tan claramente como las estrellas en las noches de verano. En esa noche de tormentas, donde hasta los fantasmas se escondían de los truenos, me comentó que los elefantes cuando pierden a la matriarca de la manada crecen violentos y desordenados. Es decir sin las enseñanzas de la matriarca, sin su ejemplo y su transmisión de conductas, los más jóvenes terminaban haciendo cosas impropias de la especie y en muchos casos terminaban matando a otros animales o atacando personas.
 
A mis once años, la enseñanza de los elefantes pasó a ser un relato más entre los tantos que recuerdo de mi abuela, pero hoy esas palabras cobran otro significado y la vida se acomoda ante mí como un rompecabezas de miles de piezas que respiran y se mueven, buscando cada una su lugar.

Nuestra humanidad en constante movimiento y búsqueda va dejando de lado valores y principios que hacen a la protección y acompañamiento de parte de los adultos a los más pequeños y jóvenes para dejarlos en un espacio de lividez y liquidez que por sí solos no pueden afrontar. En otras palabras esta humanidad nuestra con tanto twitter y tanto face, donde pareciera que no podemos ya vivir unas horas sin estar conectados a "s​an Internet" y sin miles de necesidades que inventamos para no pensar en cuestiones tan simples, democráticas y justas como "la muerte".

Esta humanidad nuestra que ha abandonado la paternidad y maternidad en conjunto​ -sobre todo la paternidad-, dejando la crianza de nuestros infantes bajo la responsabilidad de escuelas, que quizás si tuvieran triple o cuádruple turno los tomaríamos o de otras instituciones que representan al estado.
 
El setenta por ciento de los hogares más pobres están a cargo de mujeres, que los llevan adelante como pueden, luchando para subsistir en un mundo donde las diferencias entre los que tienen -y sobre todo tienen mucho dinero- y los que tienen poco o casi nada es abismal. Nunca antes la brecha fue tan atroz. Una brecha que ante la cultura del individualismo y del egoísmo no deja lugar a muestras de solidaridad alguna.

​Esos hogares son sostenidos por mujeres solas, que cargan la mochila de la soledad y de la desesperación diaria de criar a sus hijos en medio de una sociedad sin rostros. La otra mitad de la humanidad que tiene acceso a otros recursos además de la comida, ​también deja a los más pequeños en el más absoluto abandono, sin norte y sin sur, justificando esta desidia social en la falta de tiempo. La falta de tiempo es la excusa moderna por excelencia.
 
"¿Qué es el tiempo?" Me dijo mi papá una vez. Y como con mi abuela -hace tanto que faltan pero tanto- necesité años para entender que las cosas tienen la dimensión que les damos, la importancia que les damos.

¿Qué es el tiempo? Vivo muchos días fuera de casa, y cuando estoy también estoy haciendo algo, -tengo dos trabajos rentados además del voluntariado-. Trabajo dieciséis horas diarias, no tengo otra manera para poder dedicarle tiempo a una causa que elegí entregarme mientras viva, pero por más cansada que esté siempre me siento unos minutos a escribirles a mis hijos unas cartas de amor en la distancia, o unos mails, donde les digo que los amo y los amo. Hago lo mismo con mi esposo, quien se queda a hacerse cargo de todo. También a veces ante las quejas de su papá -mi esposo- me toca comprar una tarjeta telefónica y reprenderlos, aunque cuando corto la llamada me quedo con un mar de lágrimas en las faldas. Pasaron los años y crecieron en este contexto, y ahora los más grandes cada vez que me voy me sorprenden con un mail cortito en la distancia para decirme que me aman y me extrañan y que me quede tranquila.

Ante este mundo nuestro caracterizado por la satisfacción inmediata de deseos momentáneos, donde todo es tan veloz como los segundos de las publicidades televisivas y donde no hay espacios para la reflexión porque si los hubiera no sería lo mismo y quizás después de pensar un poco las que aparecen como necesidades urgentes ya no lo serían. Y sí podríamos ver en escena otras que son las importantes… como la responsabilidad colectiva de asumir​ la crianza de los niños y niñas y jóvenes.

​La crianza de los pequeños ha dejado de ser prioridad para pasar a ser un accidente más en medio de un contexto de cirugías -que prometen una eterna juventud inexistente-, de salidas y diversiones que prometen momentos únicos en medio de un exceso de alcohol y drogas -que aparecen naturalizados- y de relaciones "al paso​", que sólo contribuyen a acentuar el vacío interior. Un mundo occidental sin marcos, sin límites, sin principios ni valores para transmitir a los más pequeños.
 
Ante este mundo nuestro donde tenemos todas las tecnologías posibles -a las que no todos podemos acceder- pero igual estamos tan incomunicados y sin saber qué le pasa al prójimo. Porque cada vez nos juntamos menos, cada vez nos vemos menos a los ojos para hablar y cada vez compartimos menos.

Sentimos que con el acceso a internet ponemos una frase y nos lee el mundo… aunque el hecho real es que más de la mitad de la humanidad que respira no accede. Creemos con el sólo hecho de poner esa frase ya nos comunicamos con el mundo y en realidad lo que hacemos es lanzar al vacío una botella con un mensaje a ver si alguien lo lee.

En medio de este mundo donde sumamos soledades y los principios y valores caen a un abismo sin retorno, la compra y venta de seres humanos no necesita ser legal para existir, para ser real. Sólo necesita de seres humanos narcisistas que justificamos el consumo bajo miles de pretextos, y bajo la tutela del dios del consumo, todo es posible hasta comprar personas. La mafia no necesita que las drogas y la compra y venta de seres humanos sean legales, necesita que estén naturalizados socialmente, y eso es lo que está pasando. La mafia no necesita de leyes, de hecho ni las tiene en cuenta aún a aquellas que la condenan, ​pero sí observa con atención los procesos sociales.

Pero en una comunidad donde se cuidan unos a otros y sobre todo se cuida a los más pequeños y a los viejos, la mafia no puede entrar o entra muy poco. Para destruir un lugar con el narcotráfico y la trata de personas, el crimen organizado necesita que el tejido social esté roto, es decir que sus integrantes adultos vivan encerrados en un individualismo y egoísmo atroces.

La única manera de que la mafia no se quede con todo es volver al principio, a la vida en comunidades, a compartir las cosas buenas y malas, a solidarizarnos. Volver los ojos a Dios.

Tenemos el poder, cada uno, de hacer con su vida un servicio a los otros o de sí mismo. Si cada uno elige vivir para sí, la humanidad está perdida, en cambio si podemos sentarnos un rato bajo la sombra reparadora de un árbol añoso y reflexionar hacia dónde vamos, si retomamos el gesto orante enseñado por Cristo, quizás la palabra futuro encierre un significado. Dios nos perdone, nos guíe y no deje de amarnos.

 
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