Es cierto que, desde que el mundo es mundo, el sexo ha tenido siempre una gran presencia en todas las civilizaciones. El instinto de conservación y el instinto sexual (que es como el instinto de conservación de la especie) son los impulsos más fuertes a los que la humanidad, desde siempre, ha estado sometida.

 

Sin embargo, estamos quizá ahora en una época un tanto especial. Como escribió Julián Marías, “el sexo ocupa un espacio absolutamente incomparable con el que le correspondía en cualquier otra época”. Es un reclamo comercial que se difunde masivamente, y la presencia de imágenes y estímulos sexuales en la vida cualquier persona no tiene comparación con ningún otro tiempo ni cultura. Basta pensar que la mayoría de esos impulsos eróticos proceden casi siempre de medios que hace unas décadas no existían, o se tenía a ellos un acceso muy limitado.

 

No quiero con esto caer en esa queja un tanto simple, que se ha repetido en todos los tiempos, acerca de la inmoralidad dominante en comparación con épocas anteriores. No estoy a favor de ese tópico que hace a tantos a agrandar los males presentes e idealizar lo pasado, entre otras cosas porque no sería serio pensar que nuestra época es mucho peor que otras en las que se decía exactamente lo mismo. Pienso que unas cosas habrán mejorado respecto a épocas pasadas y otras habrán empeorado. Pero es un hecho que en la actualidad el estímulo sexual está hipertrofiado, porque ese aluvión de estímulos conduce con facilidad a una cierta obsesión, en buena parte inducida y, desde luego, poco favorable para el sano desarrollo de la psicología, la afectividad y la moralidad de cualquiera. Cuando en una persona el sexo se convierte en tema recurrente de sus conversaciones, objeto constante de sus deseos y ansiedad enfermiza de sus pensamientos, no sería muy aventurado decir que la genitalidad ha invadido su mente y dejará baldías grandes áreas de sus potencialidades humanas.

 

Bueno, quizá es que ha habido una etapa de cierta represión sexual, y es lógico que luego haya un poco de obsesión por el sexo.

 

Me parece que hay que ser comprensivos con los efectos pendulares, que llevan a extremos erróneos como reacción a otras en el error contrario. Pero no es conducta propia de mentes esclarecidas. La obsesión sexual no es el mejor tratamiento para curar a nadie de unos años de represión.

 

La sobreexposición a lo erótico supone un perjuicio notable para la afectividad y la moralidad de las personas, y quizá hay que prestar más atención a este asunto.

 

¿Y cómo Dios nos lo ha puesto tan difícil?

 

¿Y por qué Dios ha puesto en las personas ese deseo tan intenso, si luego resulta que es malo?

 

Ya hemos dicho que el deseo sexual es algo natural y positivo. La lujuria -el mal uso del sexo- es una deformación de la legítima apetencia sexual humana, igual que el cáncer de hígado es una alteración del hígado, órgano que nada tiene de innoble. Confundir el deseo sexual con la lujuria sería como confundir un órgano con el tumor que lo está destruyendo.

 

De la misma manera que un tumor destruye un órgano cuando sus propias células tienen un desarrollo ajeno a su función natural, puede decirse que la búsqueda del placer sexual fuera de sus leyes naturales produce una alteración en la función sexual natural de la persona.

 

Las grandes energías, como el impulso sexual, si se desconectan de su unidad humana originaria, pueden desplegar un gran poder de destrucción. La sexualidad bien vivida dentro de su compromiso natural es algo estupendo, pero fuera de sus límites propios es algo realmente peligroso: igual que es estupendo hacer fuego un día de invierno en la chimenea, pero es peligroso encenderlo encima de la moqueta o del sofá.

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