Un individuo desaliñado y sucio se puso en pie, en medio de un bullicioso grupo de personas que escuchaba a un predicador en Hyde Park. Se dirigió al orador y, con potente voz, le planteó una pregunta que era más bien un grito de indignación: "Usted dice que Dios vino al mundo hace ya dos mil años… ¿Cómo es posible entonces que el mundo continúe lleno de ladrones, adúlteros y asesinos?"
Se hizo un silencio muy grande. A todos los presentes les pareció que era una objeción incontestable. Sin embargo, el predicador le miró serenamente y contestó: "Tiene usted toda la razón. Pero también existe el agua desde hace millones de años…; y, sin embargo…, ¡fíjese cómo va usted de sucio!"
Igual que aquel individuo podía aprovecharse o no de las benéficas posibilidades higiénicas del agua, los hombres tenemos la posibilidad de usar bien o mal de nuestra libertad. Pero esa decisión será responsabilidad nuestra, no de Dios. Dios fue el primero en "apostar" por el hombre, el primero en querer "correr el riesgo" de nuestra libertad. Y hasta el punto de permitir que el hombre pueda emplear esa libertad precisamente para oponerse a su creador.
—¿Y no habría sido mejor, entonces, que no naciéramos libres?
Hombre, no sé qué decirte. Para la mayoría de los mortales, la libertad ha sido siempre algo muy grande, quizá lo último en que se pensara renunciar. La libertad es, según el decir de Cervantes, "uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida".
Dios pudo haber creado una humanidad de individuos solo capaces de hacer el bien. Pero antes que un conjunto de bondadosos imbéciles prefirió crear un mundo de hombres dotados de libertad, que en virtud de su ejercicio pueden hacer el bien o el mal.
No podemos evadirnos de la libertad. La solución es que procuremos ser mejores, y, de paso, que procuremos ayudar a los demás a que lo sean también. Es lo más práctico y eficaz. Pensar fundamentalmente en mejorar uno mismo y en mejorar cada uno su entorno. Porque, como dice aquel proverbio ruso, si cada uno barriera delante de su puerta, estaría muy limpia la ciudad.
—Pero… ¿y Dios? ¿Él no tiene nada que hacer?
Claro, y lo ha hecho. Nos ha hecho a ti y a mí, y a todos los demás, para que luchemos por el bien. Procura hacer, por tu parte, todo el bien que puedas. Intenta que quienes te rodean comprendan que vale la pena luchar por mejorar el mundo. Pero demuéstraselo con tu vida, respetando su libertad como Dios hace con nosotros. Y no echemos a Dios las culpas que solo son nuestras. Sería demasiado cómodo, y, sobre todo, demasiado injusto.