Cuando el amor desenfrenado

entra en el corazón,

va royendo todos los demás sentimientos;

vive a expensas del honor,

de la fe y de la palabra dada.

Alejandro Dumas

 

Todo el mundo tiene deseos y apetencias sexuales. Y como somos humanos, no podemos ignorar que lo natural es que tengamos debilidades. Muchos piensan que no se le debe dar mayor importancia.

 

Cuando se dice “somos humanos”, muchos parecen querer justificar que lo natural en las personas es no tener dominio sobre sus pasiones e instintos.

 

Sin embargo, debemos esperar algo más de nosotros mismos. Somos seres dotados de inteligencia, voluntad y libertad. Dios nos ha otorgado el don de la sexualidad no para deshonrarlo, abusar de él y degradarlo, sino para darle un uso conforme a su naturaleza.

 

Decir “somos humanos”, en ese sentido, conduce a un lenguaje equívoco:

 

Es fácil decir que “lo hace todo el mundo”, que “somos humanos”, que todo eso no te afecta tanto, que ya eres adulto, que eres capaz de asimilarlo. No te engañes. Porque serás tú mismo quien recoja las consecuencias en tu propio corazón. Porque esas claudicaciones van creando en tu interior una costra que se endurece cada vez más, y al final no hay piqueta que pueda con ella. Una capa de egoísmo que asfixia la propia afectividad, un refugio equivocado que acabará por oscurecer esa relación quizá antes transparente.

 

Algunos dicen que es imposible vivir hoy sin concederse de vez en cuando “un respiro” en cuestión de sexo. Parece una forma poco razonable de justificarse. Además, con ese planteamiento, a esas personas no debería molestarles que se dudara de la honestidad de sus padres, o de su mujer, o de su marido. Considerar la lujuria o la infidelidad como unos simples caprichos que no se pueden dejar es una triste forma de engañarse.

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