El entierro de la ex-emperatriz Zita en 1989 fue quizá el acto fúnebre más solemne y grandioso de la realeza europea de finales del siglo XX. Viena volvía a sentirse capital del Imperio: 400.000 visitantes, 600 periodistas, 64 archiduques y archiduquesas rigurosamente vestidos de negro, e infinidad de invitados procedentes de los antiguos dominios del Imperio —Hungría, Trento, Trieste, Bolzano, etc.—, acompañaban los restos de la antigua Princesa de Borbón Parma, Emperatriz de Austria y Reina de Hungría y de Bohemia.
El cortejo fúnebre se dirige a la Kapuzinergruft, donde se encuentran las tumbas de doce emperadores y quince emperatrices de la familia Habsburgo. Cuando está ya frente a la entrada de la cripta, y siguiendo un antiguo ritual cargado de sentido, la puerta se encuentra cerrada herméticamente.
Un hombre golpea la puerta ordenando: "¡Abrid las puertas a la Emperatriz!" (y pronuncia a continuación todos los títulos de la fallecida). Desde dentro se deja oír una voz que contesta: "No la conozco". Por segunda y tercera vez se repite la orden para que abran las puertas al poderoso de la tierra, y vuelve a oírse la misma respuesta: "No la conozco".
A una cuarta llamada, esta vez en tono menos altivo, la voz del interior pregunta quién es, y se oye: "Abrid a Zita, pecadora que implora humildemente la misericordia de Dios". Inmediatamente se abren las puertas y entra el cortejo mientras suenan veintiún salvas de cañón y todas las campanas de Viena doblan a muerto.
En el gran teatro del mundo -comenta Ignacio Segarra-, todos desempeñamos papeles distintos. Pero cuando cae el telón, y nos quitamos la careta y el disfraz para volver a la vida de la calle, todos somos iguales. Y el premio o el castigo se nos dará, no en función del papel que nos haya tocado representar, sino en función de cómo lo hayamos desempeñado, en función de nuestras buenas obras, sea cual sea el papel. Por eso, como decía aquel poeta castellano, "al final de la jornada, el que se salva, sabe; y el que no, no sabe nada".