En mis conversaciones de estas últimas semanas con personas muy diversas ha aparecido una y otra vez el problema de una odiosa «normalización de la mentira». Varios me han consultado qué hacer cuando en su espacio laboral o entre sus amigos tienen personas que mienten casi compulsivamente. No es infrecuente en el espacio laboral o incluso entre los amigos encontrarse con colegas que distorsionan casi sistemáticamente la realidad para que les resulte aparentemente favorecedora.

 

Siempre ha habido personas —niños o adultos— mentirosas, pero ahora parece haberse generalizado, sea por el mal ejemplo de los políticos, sea quizá por haberse acostumbrado a transformar la realidad vital en las redes sociales en busca de likes de reconocimiento por parte de los demás.

 

Me preocupa en especial el mal ejemplo de los gobernantes en tantos países. Me vienen a la cabeza tres. Por ejemplo, en estos días se discute de nuevo en el Parlamento británico acerca de las fiestas que Boris Johnson organizó en Downing Street durante el confinamiento de la pandemia: lo que se examina es si Johnson faltó a la verdad deliberadamente o no en su declaración hace algunos meses ante el Parlamento. Otro ejemplo es el caso español, donde los columnistas de todo signo político desconfían habitualmente de las declaraciones del presidente del gobierno porque tienen comprobado que a los pocos días, ante unas circunstancias un poco distintas, dirá exactamente lo contrario, sin reconocer por supuesto que ha cambiado de opinión. Sin duda, el caso paradigmático es el de Putin que en estos días tras la invasión de Ucrania hace unas declaraciones en un sentido y su ejército al día siguiente hace exactamente lo contrario. Ya se sabe que en una guerra la primera baja es la verdad.

 

A quienes me preguntan sobre qué hacer cuando nos encontramos en nuestra proximidad con personas que mienten, lo primero que les digo es que vale la pena aspirar a que la veracidad y la transparencia presidan siempre todas nuestras relaciones y la organización misma de la sociedad. Una manera más clara y práctica de este principio se encuentra quizás en su formulación negativa: nunca podemos mentir, nunca podemos hacer promesas que sepamos que no vamos a cumplir, nunca podemos sembrar intencionadamente interpretaciones erróneas. Con la mentira no podemos vivir ni convivir. Cuando no pueda decirse la verdad o toda la verdad, porque resulte hiriente, porque no puedan entendernos o no quieran escucharnos, o simplemente porque no estén preparados, si no daña a nadie es mejor optar discretamente por el silencio. Quienes nos dedicamos a la filosofía sabemos bien que —contra lo que ha llegado a ser refrán popular— quien calla nunca otorga, sino que simplemente espera el tiempo oportuno.

 

La segunda norma práctica para decir siempre la verdad es la de reconocer lealmente lo que uno desconoce: se trata de aprender a decir «no sé». No podemos ser un sabelotodo como esos tertulianos capaces de improvisar un parecer acerca de complejos asuntos de política internacional, cambio climático, la cesta de la compra o las investigaciones astronómicas. Por otra parte, como me escribía un prestigioso abogado: «Creo que mucha gente miente, no solo por no aprender a decir “no sé”, sino por no saber decir sencillamente “no”. Muchos mienten por su incapacidad para negarles a otros la (falsa) realidad que presentan. Y así hacen que el mundo se ajuste a sus necesidades o apetencias».

 

Al escribir estas líneas venía a mi cabeza lo que aprendí en el catecismo escolar de mi infancia acerca de la mentira. Si la memoria no me falla, se decía allí que «mentir es decir lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar». Es muy importante esto de la intención, pues todos podemos equivocarnos al afirmar algo, pero si no es con la intención de engañar eso no es mentir. Quería fijarme sobre todo en la expresión «lo que se piensa», pues me parece que muchas veces quienes mienten, quienes no dicen la verdad, es simplemente por no pensar, por no saber decir «No lo sé», por no saber callarse.

 

 

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