El pasado 12 de diciembre impartí una conferencia sobre «¿Hay una verdad objetiva? Claves para una vida llena de sentido» en la III Jornada de la ACEB (Asociación Catalana de Estudios Bioéticos). Frente al relativismo en boga, en mi intervención defendí el pluralismo, esto es, el que una aproximación multilateral a los problemas resulta de ordinario muchísimo más eficaz para alcanzar la verdad. Así se desarrolla la ciencia y así crece nuestro conocimiento. No somos los dueños de la verdad, sino más bien es la verdad la que se adueña de nosotros.
Al final se me acercó el Dr. Manel Cusí, viejo amigo de mis años universitarios, y me dijo que lo que había defendido en mi intervención era lo del elefante y los ciegos. Me conmovió el comentario y le di un abrazo porque comprobé que al menos aquel médico veterano había entendido mi mensaje. Su sugerencia de que mi exposición podría ser mucho más clara si recordaba aquella venerable narración india me pareció muy acertada. Merece la pena recordar esta historia, originaria al parecer del sijismo indio, pero que se encuentra también en otras tradiciones en versiones más o menos parecidas:
Un grupo de ciegos oyó que un extraño animal llamado «elefante» había llegado al pueblo, pero ninguno de ellos conocía su figura y su forma. Por curiosidad, dijeron: «Hay que inspeccionarlo y conocerlo al tacto, que es de lo que somos capaces». Entonces, fueron a buscarlo y cuando lo encontraron, lo palparon. La primera persona, cuya mano se posó en la trompa, dijo: «Es como una gruesa serpiente «. El segundo, que tocó la oreja, dijo que parecía una especie de abanico. El tercero, que tocó la pata, dijo: «El elefante es un pilar como el tronco de un árbol». El ciego que puso la mano en su costado dijo que el elefante «es una pared». El quinto, que palpó la cola, lo describió como una cuerda. El último palpó el colmillo e indicó que el elefante es duro y liso como una lanza.
Los seis ciegos, al palpar con sus manos al elefante, reciben impresiones muy diferentes y se hacen ideas muy diversas de aquel extraño animal. Lo que no añade la historia es si los ciegos se prestaron atención unos a otros o más bien se pelearon. Si realmente se hubieran escuchado —si hubieran intentado articular comunitariamente sus experiencias— podrían haber llegado quizás a componer entre todos un mosaico que se aproximaría a la realidad del elefante mucho más que la imagen particular de cada uno.
A mi viejo profesor Mariano Artigas, físico y filósofo, le gustaba hablar de la verdad parcial; esto es, del hecho de que no conozcamos toda la verdad, no se sigue que todo nuestro conocimiento sea engañoso. Nuestro conocimiento siempre es parcial y puede casi siempre ser complementado, corregido y mejorado con la escucha de los demás. Esta actitud supone una concepción de la investigación que busca encontrar las razones de la verdad en la confrontación de las opiniones opuestas, sabedores con la mejor tradición de que todos los pareceres formulados seriamente, en cierto sentido, dicen algo verdadero.
Con Hilary Putnam —y con una gran tradición de pensadores antes que él— me gusta distinguir entre la Verdad con mayúscula y las verdades que los hombres forjamos. Estas últimas, las verdades que los seres humanos han conquistado laboriosamente mediante su pensar, son resultado de la historia: Veritas filia temporis, repetían los escolásticos citando al historiador romano Aulo Gelio (125-175). Que la verdad sea hija del tiempo significa también que la verdad futura depende de nuestra libre actividad, de lo que cada uno contribuyamos personalmente al crecimiento de la humanidad, al desarrollo y expansión de la verdad.
La verdad con minúscula, las verdades de la medicina, las ciencias o los saberes particulares, no han sido descubiertas de una vez por todas, sino que se trata de un cuerpo vivo que crece y que está abierto a la contribución de todos. Con el dicho medieval, somos enanos a hombros de gigantes, pero también —como decía con fuerza el humanista Juan Luis Vives rectificando a Juan de Salisbury— «ni somos enanos, ni fueron ellos gigantes, sino que todos tenemos la misma estatura». En esta expresión del Renacimiento humanista se refleja bien el estilo democrático, pluralista, que se encuentra también en el centro de la aproximación pragmatista más reciente, anclada en la convicción de que en cada genuino esfuerzo intelectual hay algún aspecto luminoso del que podemos aprender, de que la verdad humana es el saber acumulativo construido entre todos mediante una historia multisecular de intentos, errores, rectificaciones y aciertos.
La realidad es el elefante y nosotros somos parecidos a los ciegos. Si dispusiéramos de todo el tiempo y de todas las evidencias necesarias, la verdad —como sostenía Charles S. Peirce— sería aquella opinión a la que finalmente llegaríamos todos, porque no es la verdad el fruto del consenso, sino que más bien es el consenso el fruto de la verdad.