A lo largo de los siglos ha habido intentos por vaciar la Cruz de Cristo de su valor salvífico. Esos esfuerzos ya aparecieron poco tiempo después del nacimiento del cristianismo, y fueron denunciados por san Pablo con palabras llenas de fuerza.
 
Por un lado, Pablo recordaba que "no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la Cruz de Cristo" (1Cor 1,17). Por otro, denunciaba la inutilidad del esfuerzo de los judíos por buscar señales y de los griegos por apoyarse en razonamientos, para recordar que solo hay salvación en la Cruz de Cristo (cf. 1Cor 1,18-24).
 
Porque solo hay un camino para acceder al Padre, para vencer el pecado y la muerte: acoger al Señor, Hijo del Padre e Hijo de María.
 
Ese Cristo es el centro de la predicación de la Iglesia católica, porque no tiene otro mensaje que el recibido de su Maestro y Fundador. "Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4,12).
 
Por eso sorprende el intento, que aparece también en nuestros días, de relativizar la acción de Dios en Cristo y de enseñar falsas doctrinas, en las que se indican caminos que no salvan.
 
En realidad, con la Encarnación, Cristo se ha convertido en el centro del mundo, el Alpha y la Omega de la historia (cf. Ap 22,13).
 
Un día todos los seres humanos mirarán al que traspasaron (cf. Jn 19,37), y lo aceptarán con humildad o lo rechazarán con soberbia incomprensible.
 
Los pobres de espíritu, los sencillos, los pecadores arrepentidos, hacen suyas las palabras de un centurión junto a la Cruz de nuestro Salvador: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (Mc 15,39).
 
Nosotros queremos unirnos a ellos. Porque sabemos, como multitud de corazones que creen y esperan en Jesús, que solo Él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68) y que las ofrece desde la única Cruz que salva...

 
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