El gran engaño de la modernidad consiste en defender y vivir como si el hombre pudiera salvarse por sí mismo. El "mito" del progreso ha consolidado este engaño, al decir que bastarían la razón, la técnica, la medicina, la ciencia, para construir un mundo mejor.

 

La experiencia del siglo XX y el inicio del siglo XXI serían suficientes para desmentir este mito. Ante nuestros ojos queda un panorama desolador: dos guerras mundiales y numerosos conflictos mal llamados “menores” (algunos con miles y miles de muertos); el hambre que afecta a millones de personas; el resurgimiento de enfermedades, o la aparición de enfermedades nuevas; la desesperación que lleva a miles de jóvenes y adultos a la droga, al alcoholismo, a la pornografía, al suicidio; la barbarie del aborto que destruye la vida de los hijos y el corazón de las madres.

 

A pesar de los hechos, el mito del progreso sigue en pie. Porque, según esa frase atribuida a Einstein, es más fácil desintegrar un átomo que destruir un prejuicio. Porque existen ideólogos y profetas de la modernidad que prefieren seguir por el camino del túnel con la vaga promesa de que la salida está cercana. Porque hay quienes sueñan que el mundo perfecto puede ser alcanzable con computadoras, laboratorios, hospitales y leyes aprobadas por parlamentos nacionales o por organismos internacionales.

 

La realidad desmiente los mitos: ningún reino humano tiene garantizada una existencia eterna. El pasar del tiempo pone al descubierto ese egoísmo profundo que corroe el corazón humano. Siguen en pie odios del pasado y del presente que destruyen familias, pueblos y naciones. Nunca desaparecerá el misterio de la enfermedad y de la muerte que trunca la vida de niños, jóvenes y adultos.

 

El hombre no puede ser salvado por el hombre. Porque cada hombre es frágil, débil, mudable, enfermizo. Porque su ciencia llega a conseguir algo, pero no todo. Porque muchas veces tras un triunfo siguen grandes decepciones.

 

Benedicto XVI explicaba esta situación: "La ciencia puede contribuir mucho a la humanización del mundo y de la humanidad. Pero también puede destruir al hombre y al mundo si no está orientada por fuerzas externas a ella misma. (...) No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor" (carta encíclica Spe salvi, nn. 26-27).

 

El amor, lo sabemos por la fe, se ha hecho presente en el mundo con la llegada de Cristo. El amor se ha hecho carne. Dios ha bajado y ha venido para rescatar al hombre, para ofrecerle el camino que lo saca del pecado, que lo libra del odio y la injusticia, que lo conduce al perdón, la concordia y la paz.

 

No tenemos que esperar otro salvador, ni tenemos que volver a confiar en un progreso incierto como incierto es el corazón humano. Sabemos que "no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4,12).

 

Sólo Dios salva. Hoy, como en el pasado, tenemos una necesidad urgente, ineludible, de acudir a Él para que nos cure, nos limpie, nos introduzca en el mundo del amor y de la esperanza, en el presente y en lo eterno.

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