No existen condenas éticas contra las hormigas que matan a un gusano, ni contra los cocodrilos que matan a una cebra, ni contra los avispones que matan cientos de abejas.
 
En cambio, si uno o varios seres humanos destruyen una estatua, o matan una cría de gato, o arrancan una flor exótica, las condenas éticas surgen con fuerza.
 
Parece obvio el motivo que explica esta diferencia a la hora de juzgar lo que hacen los animales y lo que hacen los hombres: considerar que los humanos tienen una libertad que los hace responsables de sus actos.
 
La suposición de que existen libertad y responsabilidad en los hombres convive, de modo paradójicamente pacífico, con teorías que defienden el determinismo neuronal, o biológico, o sociológico; o con filosofías que niegan la espiritualidad, hasta llegar a suponer, como algunos autores dicen, que en el fondo no hay diferencias radicales entre los hombres y los animales.
 
Causa sorpresa que un determinista haga condenas éticas sobre algunos comportamientos humanos. Porque considerar injusto, malo, despreciable un comportamiento implica aceptar una libertad que no puede convivir con el determinismo.
 
Al mismo tiempo, es contradictorio asumir que no hay diferencias radicales, apelando a teorías evolucionistas, entre hombres y animales, y condenar a los primeros por ciertos comportamientos mientras no se condena ni corrige a los segundos por comportamientos similares.
 
Las acusaciones contra los seres humanos solo pueden tener una sólida justificación filosófica si se admite que hay algo radicalmente distinto entre un hombre y un animal. De lo contrario, tales acusaciones carecerían de validez racional y supondrían un trato sorprendentemente discriminatorio.
 
En cambio, las teorías antiguas y modernas que suponen que los hombres son libres por tener una espiritualidad, por ser constitutivamente diferentes respecto de los animales, permiten no solo acusar a los miembros de nuestra especie que se comportan con maldad, sino también alabar y premiar a quienes lo hacen con honradez y sentido de justicia.
 
Porque, como recuerdan autores como Platón, Aristóteles, y tantos otros a lo largo de los siglos, nuestras acciones son responsabilidad propia, menos en los casos de locura o de otros graves daños que impiden el ejercicio de la inteligencia.
 
Cuando una acción humana surge desde nuestra libertad, tiene un peso moral único, aplicable solamente a quienes poseemos inteligencia, voluntad y capacidad de autodominio.

 
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