El horror de los abusos contra menores cometidos en la Iglesia católica por sus sacerdotes, obispos y cardenales es una herida que no solo daña el alma, sino también da noticias de la comisión de delitos, ya sea en calidad de autor, cómplice o encubridor. Así, la gravedad de estos hechos nos pone de frente ante las llagas de una iglesia herida y sangrante porque sus hijos más vulnerables han sido violentados en su dignidad. Y al decir del Papa Benedicto XVI esta es la mayor destrucción vivida por la Iglesia después de las persecuciones y de los martirios en los primeros siglos del cristianismo hasta la conversión del emperador Constantino en el siglo IV porque son sus propios ministros y consagrados la causa de una destrucción que se provoca desde dentro.
El Papa Francisco nos ha repetido innumerables veces que estos pecados y delitos causan dolor y vergüenza, y que las heridas de las víctimas son imprescriptibles. Y de verdad nos debemos doler y avergonzar por estos hechos delictuales deleznables y reiterar la política de tolerancia cero como lo dijo desde un principio el Papa Juan Pablo II una vez conocidos los casos de Boston el año 2001. Sin embargo, aún no aprendemos la lección ya que a la extensa lista de los abusos de aquella época se han sumado Australia, Irlanda, Alemania, Pensilvania y Chile, hasta el momento.
La gravedad de estos delitos ha gatillado una serie de respuestas del Papa Francisco en pos del bien de las víctimas y de restablecer la comunión y la justicia, y reparar el escándalo en las iglesias particulares. Así, por ejemplo, la renuncia de todo el episcopado chileno. El llamado a la cúpula de la Conferencia Episcopal de USA y la próxima reunión para febrero del 2019 con todos los presidentes de las conferencias episcopales del mundo. Agradecemos al Papa este gesto valiente que le ha significado también enfrentar contrariedades al interior de la propia curia romana, pero sabemos que está obrando conforme a la verdad y la justicia para bien de todo el pueblo de Dios.
No obstante, se hace necesario que todos aquellos obispos que están siendo investigados o están imputados a nivel mundial por la participación en estos delitos, no sean convocados a Roma. Un gesto fuerte y potente en esa dirección es parte de la sanación de las víctimas, tantas veces humilladas y postergadas por la cultura del abuso y del encubrimiento como lo ha denunciado ante el episcopado chileno en su carta dada en Roma en el mes de mayo del 2018.
Las victimas deben ser reparadas en su dignidad y los gestos claros y precisos de remoción de todos aquellos que han sido autores, cómplices y encubridores es un primer paso de reparación en vistas a hacer justicia, antesala de la caridad. Asimismo, todas las renuncias episcopales que sean pertinentes es un avance en la reparación del escándalo y la restauración de la comunión.
Finalmente, se debe proveer a una profunda reflexión eclesial y pastoral que ponga a Jesucristo en el centro de la vida eclesial. El pueblo de Dios tiene sed y hambre de Dios y el deber de un pastor es anunciar el Reino de Dios y su justicia, tal como lo repite el Papa Francisco una y otra vez. Entonces, los planes pastorales que prescindan de esta centralidad de Jesucristo y de la dignificación del hombre tienen sus días contados porque no serán expresión de una eclesiología de comunión según el Concilio Vaticano II, sino más bien expresión de una ONG que pretende salir del problema con medidas superficiales y meramente administrativas para defender la institucionalidad pero no a la persona humana. Ya lo decía Juan Pablo II: la iglesia está al servicio del hombre, y no el hombre al servicio de la Iglesia. La centralidad de la persona humana es la opción de Jesucristo en su Iglesia.
Los procesos eclesiológicos necesitan reflexión y maduración en la toma de decisiones. Más aun cuando la crisis es tan grave porque los delitos contra menores y personas vulnerables no prescriben en el corazón de las víctimas. Se necesita, entonces, valentía para tomar decisiones drásticas pero necesarias: terminar con el carrerismo y el clericalismo en la iglesia, desbaratar al interior de la iglesia las redes de homosexuales activos que se promueven y protegen dejando muchas víctimas en el camino abusando de jóvenes, seminaristas, sacerdotes y personas vulnerables, exigiendo una alta y rigurosa evaluación y selección de los candidatos al sacerdocio en los seminarios excluyendo todo atisbo de abuso de poder y de conciencia, sacando a formadores y seminaristas homosexuales que nunca debieron ser ordenados sacerdotes porque el daño provocado a tantas víctimas deja heridas muy graves en el alma.
Si todo lo anterior se realiza con determinada determinación - al decir de Santa Teresa de Ávila-, podremos tener la esperanza de un renacer de la iglesia con el irremplazable papel de los laicos asumiendo funciones propias de su estado de vida y que sin lugar a dudas serán de un gran aporte a la misión evangelizadora de la Iglesia.
La alegría del Evangelio - como nos enseña el Papa Francisco- pasa por esa dimensión de comunión y participación de los laicos que forman parte del proyecto de Dios para su iglesia, de tal modo que el clericalismo – fuente del abuso de poder, de conciencia y sexual – sea desterrado del seno de la Iglesia para la mayor gloria de Dios.