La palabra radical viene de raíz, pero también tiene una connotación de fuerza que apunta a algo que puede cambiar completamente la vida.

El cristianismo es radical porque pide a cada ser humano una opción definitiva: aceptar a Cristo como Salvador, o dejarlo a un lado para seguir otras alternativas.

Ahí encontramos la radicalidad cristiana: “El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23).

Quienes prefieren dejar de lado a Cristo, quienes lo rechazan o incluso lo persiguen, acogerán otras mentalidades a la hora de orientar sus pensamientos y sus acciones.

Esas mentalidades se caracterizarán por cierto sentimentalismo, en el que lo que importa nace de lo que cada uno siente respecto de sí mismo, de los demás, del mundo, de la vida.

O se basarán en el racionalismo, para construir, desde “ideas evidentes”, casi matemáticas, una teoría que aspire a dar sentido a todo, también al sufrimiento y a la muerte.

O preferirán el camino de la investigación científica y de la técnica, de forma que con la medicina, la ingeniería, la biología, la ecología, y tantas otras disciplinas, uno sueña en avanzar hacia un mundo casi perfecto, como el prometido por algunas utopías de los últimos siglos.

O adoptarán planteamientos “espirituales” como los que vienen del mundo oriental en sus diferentes perspectivas (especialmente el budismo), que permitan al propio yo interior avanzar hacia verdades profundas con mucha ascesis y sin necesidad de recurrir a la fe en un Dios personal sin creer en una vida individual tras la muerte.
Hay tantos caminos que buscan marginar a Cristo, abandonarlo, convertirlo en una persona superada. O que también pretenden “absorberlo”, hasta convertir al Maestro de Galilea en una especie de reencarnación de Buda, en un comunista anticipador de Marx, o en un gurú de la autorrealización.

El Evangelio, sin embargo, conserva su radicalismo indestructible. El verdadero cristiano acoge a Cristo, acepta la Iglesia que Él fundó, espera su regreso definitivo, cuando juzgará a los hombres y mujeres según el mandamiento más importante: el amor (cf. Mt 25).

La radicalidad cristiana no permite ni pactos, ni planteamientos descafeinados, ni adulteraciones con la mentalidad de este mundo. “Os ruego, hermanos, que os guardéis de los que suscitan divisiones y escándalos contra la doctrina que habéis aprendido; apartaos de ellos, pues esos tales no sirven a nuestro Señor Jesucristo, sino a su propio vientre, y, por medio de suaves palabras y lisonjas, seducen los corazones de los sencillos” (Rm 16,17-18).

Hoy, como hace 20 siglos, Cristo pregunta: “¿También vosotros queréis marcharos?”. La respuesta del verdadero creyente, de quien acepta la radicalidad cristiana, es la misma que dio Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,68‑69).


 
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