Hija de un importante diplomático japonés, Misako, que vive en Tokio, es hoy una pensionada vivaz que habla un óptimo inglés y viaja en autobús por las transitadas calles de la gran metrópoli. Su encuentro para entregar este testimonio lo establece con L’Osservatore Romano en un café cercano a la catedral metropolitana de Kourakuen. Como es domingo, la cita fue en las primeras horas de la tarde, porque en la mañana asistió a misa en la iglesia que frecuenta desde hace ya sesenta años. Pero Misako no nació en una familia católica, sino budista. Su historia es un trayecto de conversión particular, fruto de una elección que tiene que ver con las sorpresas de Dios, como le interesa hacer notar; donde mediaron tres personajes: una religiosa, un soldado y un santo.

Usted nació en 1935…
Exacto, aquí, en Tokio. Mi padre era diplomático. Antes de la segunda guerra mundial, Japón no tenía muchos embajadores en el mundo, pero sí en Singapur, donde crecí. Después, en 1943, volvimos a Tokio, donde estudié en una escuela dentro de un convento católico. Así pues, elegí una universidad católica, en la que influyó mucho en mí la personalidad y el carisma de una inglesa extraordinaria, la madre Elisabeth Britt.

¿Por qué extraordinaria?
Era una mujer llena de caridad, que para mí es la verdadera señal de esperanza. Vivíamos tiempos difíciles, inmediatamente después de la guerra, y era fácil deprimirse. En cambio, ella lograba transmitirnos una gran positividad. Era una mujer animada por una fe fuerte, con gran sentido ético. Creía ciegamente en la posibilidad de realizar una paz duradera entre los pueblos, aunque estuviéramos en plena guerra fría. Ciertamente, el conflicto había terminado, pero en Tokio todavía había destrucción y miseria. La Tokio que conocemos hoy solo se plasmó después de las Olimpíadas de 1964.

¿Se encontraba en Tokio durante la guerra?
Durante la guerra mi padre me llevó a Hakone, ciudad situada entre montañas, cerca del monte Fuji. Vi a los aviones que volaban sobre nosotros cuando bombardearon la capital aquel día. Después del bombardeo fuimos a visitar nuestra casa, que había sido arrasada. La cosa terrible de esos ataques aéreos era que, aunque se concentraban en zonas determinadas de la ciudad, a veces bombardeaban sectores que no formaban parte de su objetivo. Y nuestra casa fue la única del barrio que recibió de lleno el impacto de una bomba. Yo era pequeña, y eso me conmovió mucho. Todas las otras casas estaban intactas, excepto la nuestra. Enseguida tuve la sensación de ser una superviviente.

¿De alguna forma esta experiencia fue un paso más hacia la conversión?
Cada tanto volvía con mi madre a visitar los restos de nuestra casa destruida. Un día encontramos a un soldado americano que estaba sentado precisamente delante de los escombros de nuestra casa. Se había perdido. Nos acercamos a él y le preguntamos si quería tomar un té con nosotras. Mi madre hablaba inglés, y estaba muy contenta de intercambiar unas palabras con un soldado americano. Al final, descubrimos que era un alumno de Yale, y era católico. Llevaba en el cuello una cadenita con una cruz. Por aquel entonces todavía no había sido bautizada; sin embargo, el hecho de haber frecuentado una escuela católica y de reconocer en ese signo algo familiar a mí, me permitió sentirlo cercano. Esa pequeña cruz era en realidad un gran puente simbólico que unía a dos pueblos distantes, separados por el océano y por la guerra, pero unidos en la búsqueda de una verdad más profunda sobre el sentido de la existencia. En suma, era una imagen de la esperanza. Recuerdo que mi madre tuvo una óptima impresión de aquel soldado. Un muchacho sencillo y modesto. Pasaron toda la tarde conversando. Otra cosa que me sorprendió y me alegró al mismo tiempo fue que estudiaba. En efecto, nosotros estábamos convencidos de que solo Japón mandaba a la guerra a sus alumnos universitarios; pensábamos que éramos los únicos dispuestos a sacrificar a las jóvenes mentes del país por el bien de la causa nacional. Darme cuenta de eso me alentó mucho. Pensamos que en el fondo no éramos tan diferentes como, al contrario, creíamos serlo.

¿Qué opina una japonesa, conversa desde el Budismo, de ochenta años, sobre los desafíos de la evangelización?
Muchos jóvenes de hoy viven la fe con agobio, precisamente como si fuera una obligación. Creo que hoy el problema no es una reflexión sobre el número de fieles, sino sobre la falta de personas capaces de transmitir la novedad del mensaje evangélico mediante un lenguaje que se acerque a la experiencia de todos los días. Por eso siento una gran admiración por este nuevo Papa: sabe hablar de modo espontáneo y directo, y cuando se dirige a la multitud, toca su corazón, nos implica personalmente a cada uno de nosotros.

¿El Papa impacta también a los no cristianos de Japón?
El último cónclave estuvo en todos los canales y muchos programas de entrevistas se ocuparon de él. Hicieron largas transmisiones en directo con estudiosos que explicaban en qué consistía un cónclave. Para muchos japoneses era un tema desconocido. No obstante, fue un acontecimiento que tuvo gran repercusión en la opinión pública. En 2014 se cumplieron cuatrocientos años de la expulsión de los misioneros de Japón y de la prohibición de profesar la fe cristiana. Rezamos para que el Pontífice visite nuestra tierra, tan rica en historia y mártires. Aunque sabemos que será muy difícil, considerando los numerosos compromisos del Santo Padre.

Háblenos del tercer encuentro que la llevó a abrazar la fe católica
Cuando todavía estaba en el tercer año de la escuela secundaria, una religiosa nos dijo que veríamos con nuestros propios ojos la reliquia del santo más importante de Japón. Había conocido a Francisco Javier en los libros de escuela. Era el año 1949, habían pasado cuatrocientos años de aquel lejano 1549, cuando el gran jesuita llegó por primera vez a Japón. Por tanto, no esperaba ver una reliquia tan bien conservada. Había leído algunas historias sobre el cuerpo de san Francisco Javier que decían que unos años después de su muerte, cuando el cuerpo fue sometido a una visita para verificar su estado de descomposición, le pincharon el abdomen y salió sangre, como si estuviera vivo. Pero pensaba que eran meras historias. Cuando el brazo de san Francisco Javier llegó a la iglesia de Kojimachi, fuimos a verlo. Recuerdo que era el brazo derecho, el mismo brazo que utilizó para bautizar a miles de personas. Tuve una impresión muy fuerte. Pensé en todos los cristianos que conocía: todos eran herederos de la gesta realizada con ese brazo. Los dedos estaban tan bien conservados, que parecían los de un anciano, no los de una momia de cuatro siglos.

¿Y a qué edad se bautizó usted?
A los 22 años, frecuentaba el último año de universidad. También mi madre se bautizó siguiendo mi ejemplo, cuando tenía 70 años. Incluso mi padre, a pesar de todo, al final decidió bautizarse, pero solo en la hora de su muerte. Era el año 1994: decía que tenía miedo de no encontrar a nadie en el más allá, porque toda su familia se había convertido al catolicismo (ríe).Al final de la segunda guerra mundial, debido a la decadencia del culto del emperador, en Japón se ha producido un enorme vacío espiritual. Y así, también gracias a la llegada de numerosos misioneros, el cristianismo ha conocido uno de los períodos más fecundos desde que desembarcó, cuatrocientos años antes, en estas tierras.

 
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