Desde inicios del siglo XXI todos los estudios de universidades y organismos públicos informan de un aumento en los trastornos de la salud mental -en particular la depresión y la ansiedad-, potenciados por una involución cultural respecto a factores protectores para la vida de las personas. Así por ejemplo el individualismo; la desmesurada presión para lograr el éxito, que se ejerce desde las primeras etapas del desarrollo social de las personas; el aumento del consumo de drogas y alcohol; la ausencia de políticas públicas para ofrecer acceso a profesionales de la salud mental y tratamientos; la relativización del valor de la vida humana expresada por las leyes de aborto, eutanasia y pena de muerte; la negación de Dios en el discurso social, entre otros factores, que han dejado en una peligrosa soledad existencial a millones de adolescentes y jóvenes. La ideación suicida es así, una retórica recurrente en demasiadas personas. Cientos de ellos están concretando en este instante que usted lee, un atentado contra la propia vida.
“Cada 40 segundos, alguien muere por suicidio” y en general, “los gobiernos gastan en promedio menos del 2 por ciento de sus presupuestos en salud mental”, según cifras informadas por Antonio Guterres, Secretario General de la ONU, en octubre de 2020.
Las múltiples causas que podrían llevar al suicidio
La joven colombiana Dayana Figueroa (imagen anterior) fue parte de esta realidad. La primera vez que intentó suicidarse tenía apenas 15 años y pocos meses después concretó un segundo atentado contra su vida. Los factores desencadenantes eran múltiples y así lo relata esta colombiana -hoy de 36 años- en su diálogo con Portaluz: “Caí en una depresión profunda con muchas preguntas internas que realmente no encontraba respuesta, hice dos intentos de suicidio en el mismo año y estuve internada por tres meses, fue bastante complicado”.
Nació al sur de Bogotá y tal como lo han vivido millones de otras niñas y niños, padeció la agresividad del medio social en que crecía, pues “era un ambiente de drogas, robos, violencia de todo tipo. Sin embargo, en medio de esas realidades también había gente maravillosa, de familias luchadoras, trabajadoras y lo mejor de todo con temor de Dios a su manera”, recuerda.
Tenía nueve años cuando se divorciaron sus padres y un volcán de emociones se le agolpaban en el pecho, sin saber qué hacer con todo aquello. Pero había que apretar los dientes y seguir viviendo. “Así que crecí con mi vieja solamente y fue un cambio fuerte; … el ir a misa era un regalo constante de mis padrinos, unos viejitos súper queridos que me llevaban todos los días y luego de que íbamos a misa pasábamos por el parque tunal a comer helado”, dice, sacando a la luz los recuerdos de aquellos años.
El combate espiritual
En paralelo a esa inicial experiencia de Dios que se le ofrecía a través de sus padrinos, los primeros años en la secundaria comenzó a consumir tabaco y alcohol, algo “normal” en su familia, comenta, “porque mi viejo tomaba, mis hermanos, mi vieja también y todo el entorno del barrio”.
Poca certeza tiene de cómo surgieron en ella los estados de angustia y depresión, pero en cierto punto la sobredosis de pastillas más que una muerte, se le presentaba como un escape seductor. Tuvo la gracia de fracasar dos veces en el intento y llegar luego a una clínica donde permaneció internada tres meses. “De alguna manera en esa internación tuve el tiempo para poder repensar algunas cosas en medio de todas las carencias que tenía, la verdad es que si había llegado a ese punto era porque tenía muchas necesidades internas” reflexiona Dayana.
Luego del alta regresó a vivir con su madre, quien había transformado la casa familiar en un hogar de acogida para niños abandonados... “Dormían y vivían con nosotros, mientras se solucionaban las situaciones de ellos o los padres se rehabilitaban. Detrás de cada chico había historias impresionantes”. Sería una experiencia que modelaría el carácter en Dayana, sumado al desafío -impuesto por su madre- de buscar por sus propios medios el acceso a la educación. “Mi vieja estaba enojada y me dijo que no tenía plata para seguirme pagando el colegio donde yo estaba. Así es que fui donde la presidenta del barrio y ella me ayudó a ingresar en un colegio del estado, donde terminé mi secundaria”.
Dios le habla en los niños con Síndrome de Down
No tuvo dudas de que debía seguir estudiando y se decidió por enfermería. Ya con 22 años -dice Dayana- había finalizado los estudios, tenía un trabajo y novio; “pero algo en mí no terminaba de cuadrarse… era evidente mi necesidad de solucionar algo profundo que me estaba pasando, tenía ese ‘no lograr encajar con la vida’ y tuve un tercer intento de suicidio. Fue devastador”.
Luego de un nuevo período de internación y logrando estabilizarse encontró un trabajo en la “Fundación Fe”, que prestaba servicios a niños con Síndrome de Down. El encuentro con estos niños sería el crisol donde Dios sanaría sus fragilidades… “Ahí empieza mi proceso de redención. La realidad es que hay otras discapacidades, entre esas la que yo tenía interna y, bueno, fui muy confrontada por ellos. Era una experiencia maravillosa encontrarme con estos chicos y sus historias. Ellos me aportaron algo que yo había dejado perder y era esa pureza, el ejercicio de amar desinteresadamente” confidencia Dayana.
Gracias a una invitación por parte de la subdirectora de la fundación, Dayana asistió por primera vez en su vida a un retiro espiritual católico de la comunidad Génesis, la cual pertenecía a la Renovación Carismática de Colombia. “En el transcurso de la enseñanza un hombre médico dijo dos frases que marcaron mi vida: Aunque tu padre y tu madre te abandonaran yo jamás te abandonaré, antes de que tu padre y tu madre te conocieran yo te conocí primero” señala emocionada.
Los anhelos de Dayana por desarrollarse profesionalmente empezaron a tener otro horizonte y decidió estudiar medicina. Pero los costos de la universidad en Colombia se lo impedían, así que aceptó el consejo de una prima residente en Argentina y se trasladó a ese país para estudiar en la universidad UBA de Buenos Aires.
¡Tienes que recibir a Dios!
La experiencia de ser una inmigrante ponía al descubierto sus fragilidades espirituales y supo que debía buscar apoyo, crear lazos. Cerca de la facultad bonaerense había una capilla de oración, la cual frecuentó por 30 días con una petición especial: encontrar un director espiritual que le ayudara a discernir su vocación.
Cansada de no encontrar respuesta a su petición, el último día le reclamó a Dios el no haber escuchado sus oraciones, pero el Señor le tenía una respuesta a la salida: “Estaba afuera una religiosa, la hermana Patricia que me saludó. Aún enojada yo le cuento y le dije: «Necesito un director espiritual pero nunca apareció». Ella sonríe y me dice: «mira que loco pues el Señor nos presenta, soy directora espiritual y mi comunidad se dedica a la dirección espiritual». La Institución se llama Dalmanutá”, dice Dayana.
Desde ese momento se vinculó con este apostolado donde mujeres y hombres consagrados se unen en la misión de ofrendar acompañamiento espiritual. Al punto que hoy se encuentra en un proceso para discernir su posible consagración en la vida religiosa.
Recordando los años del desierto en los cuales atentó por tres veces contra su vida, Dayana comparte una reflexión que confía sea una luz de esperanza en quienes pudieren estar sufriendo lo que ella vivió: “Haz un minuto de silencio, ora y manifiéstale al Señor que te sientes necesitado, hazle una oración de necesidad, esto abre puertas. Reconoce que estás mal y que necesitas ayuda, pues uno cree que puede ayudarse solo y nadie se salva solo. ¡Tienes que recibirlo porque vale la pena, porque Dios hace cosas impresionantes!”.