El sol de mediodía cae exacto. Las farolas no producen sombra. Más de treinta grados. Dos hombres huyen del calor a la sombra de un pino en la parte alta del complejo educativo de Cheste (Valencia, España). No saben dónde están, ni por cuánto tiempo estarán aquí, ni si los deportarán.

George salió de Nigeria hace un año y ocho meses, y John, su hermano mayor, hizo lo propio medio año después. Trataron de ganarse la vida en Libia, o al menos de sobrevivir hasta que pudieran embarcar. El 7 de junio, después de haber pagado a las mafias una suma considerable, subieron a un bote demasiado pequeño. Iban a hundirse cuando el barco ‘Aquarius’, de la oenegé SOS Mediterranée, los rescató. Pidieron permiso para atracar en Italia. El ministro del Interior italiano, Matteo Salvini, cerró los puertos. El barco anduvo a la deriva por el Mediterráneo central hasta que el recién investido presidente español, Pedro Sánchez, ofreció el puerto de Valencia.

 Su llegada fue un espectáculo mediático. Se acreditaron 730 periodistas de 180 medios de todo el mundo. El ‘Aquarius’ acaparó portadas en toda España y en buena parte de Europa. Llegaron 629 inmigrantes que fueron recibidos con gran expectación. Fue su minuto de gloria. Una semana después nadie se acuerda de ellos. Al día siguiente de su llegada, el lunes 18 de junio, todavía quedaban algunos periodistas revoloteando alrededor de la puerta de entrada del Complejo Educativo de Cheste, un centro de estudios de formación profesional en una localidad cercana a Valencia donde se ubicó temporalmente a los migrantes recién llegados.

“Sin fe, esto es imposible”

En la parte alta del complejo, lejos de las cámaras, John y George huyen del calor a la sombra de un pino. Llama la atención su sonrisa. No se sonríe mucho por aquí. Steven, recién llegado de Ghana, acaba de marcharse arrastrando los pies, abatido por el peso de tener que comenzar la vida desde cero. “Por lo menos tengo a Dios”, dice a Portaluz antes de marcharse. “No tengo familia ni amigos ni nadie que pueda ayudarme en España: sólo Dios y yo. Sin fe, esto es imposible”. Y se marcha. Pero John sonríe a su lado.

A sus cuarenta y tres años dejó en Nigeria una esposa y cuatro hijos: dos chicos y dos chicas. No merece la pena mirar atrás. Ya ha sufrido suficiente. Ahora mira con esperanza al futuro y suelta una carcajada profunda, que tiene un eco de campo de algodón. “Todo está en manos de Dios”, asegura John. “Estamos aquí y estamos vivos. Eso es porque Dios lo ha querido así”. Es católico. Él y su hermano George lo son.

La esperanza del inmigrante
 

George es mecánico, especializado en productos japoneses. Es más bajito que John. Tiene treinta y cuatro años y también dejó dos hijos y una esposa en Nigeria. Pero sonríe desde su cara redonda con ilusión. Tiene un gran respeto a su hermano mayor. Cuando él habla, George se calla. “En cuanto consiga un trabajo –cuenta con ilusión de niño- mandaré dinero a mi mujer para que alimente a nuestros hijos. Y después, si Dios quiere, todos vendrán a Valencia”.

No, estos hermanos no pueden contener su sonrisa. Sobre todo ahora que les prestan un teléfono para llamar a casa. Hace quince días que su familia no sabe nada de ellos. John es el primero en hablar. “Hola. Estoy vivo”, dice al aparato. Al otro lado de la línea se oye una exhalación de alegría de mujer. “Ella me animó a hacer ese viaje”, contará después. “Me dijo que era lo mejor para la familia y se puso a rezar por mí”. La llamada es cara y dura apenas un minuto. Saluda a sus hijos, que también gritan de alegría al otro lado del teléfono y se lo pasan unos a otros. Se despide de su mujer: “Te quiero mucho”. Y cuelga. Ahora la sonrisa le atraviesa el rostro. La escena se repite con George, que además le pasa el aparato al mayor, para que sus hijos puedan saludar al tío.

Si no eres musulmán viene la esclavitud

“No lo hemos pasado bien en Libia; la vida no es fácil ahí”, explica John recuperando la seriedad, casi como excusando su alegría. “Imagina una sociedad sin presidente, ni gobierno, ni jueces, ni policías”, dice con la mirada en alguna otra parte. “Ahí todo el mundo tiene un machete o una pistola, y el imperio de la ley consiste en tener la pistola más grande”. “Y espera a que descubran que no eres musulmán”, añade George. “Si dices que te llamas John, y no Mohamed, prepárate para lo que viene: la esclavitud”. No lo dice como un eufemismo. “Yo tenía un amigo en Libia –cuenta John- al que secuestraron y vendieron como esclavo por siete mil dinares”. Al cambio, esa cifra no alcanza los 3.400.000 pesos. No es algo de lo que le guste hablar.

Se ha hecho el silencio en el campo de fútbol. Hace un momento había una veintena de migrantes pateando un balón, pero de pronto sólo se oye el cantar de la chicharra y el calor que exhalan las piedras. Es la hora del almuerzo y deben marcharse. Preguntan si los deportarán. Ellos quieren trabajar, quedarse en España, ganar un futuro para sus hijos. “Si Dios nos ha cuidado hasta ahora, seguirá haciéndolo”. Y se despiden, llenos de buenas palabras: “Que Dios te bendiga. Que Dios te bendiga”.

Al día siguiente comenzaron las reubicaciones. Algunos fueron a Francia, otros al norte de España. 40 se quedaron en Valencia, en pisos que la Iglesia puso a disposición del gobierno regional para acoger a los recién llegados. Quizá John y George siguen en Valencia buscando la forma de ganarse la vida. Quizá se fueron al sur. John había oído que había mucho trabajo en el campo, allá en el sur. Quizá. Quién sabe.

 
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