En el estado de Orissa, en el distrito de Kandhamal, se desató en 2008 una brutal oleada de violencia anticristiana instigada por el nacionalismo hindú. Fueron asesinadas 101 personas (mártires que serán celebrados a partir de ahora todos los 30 de agosto) y 53.000 expulsadas de sus casas y forzadas a huir.

Y siguen siendo fieles, a pesar de que la persecución no ha concluido y el acoso ha crecido desde la llegada del nuevo gobierno en 2014. Para ellos, el cristianismo es "la religión en la que no hay castas, la religión de los que te ayudan, la religión de los que cuando estás enfermo vienen a rezar por ti y a echarte una mano. La religión que no considera la pobreza una maldición divina por algún pecado del pasado, un castigo merecido".

El periodista Fernando de Haro ha visitado la zona para documentar cómo es hoy la vida allí bajo la continua amenaza del hinduismo político para unos cristianos que en un 80% son dalit (intocables, parias) y suman así dos motivos de estigmatización pública, pero que sin embargo permanecen fieles a Cristo porque han conocido en Él el sabor de la libertad y porque, confiesan con sencillez, le aman. Así lo ha contado en Páginas Digital:

India, globalización religiosa

“¿Cómo es la presencia del hinduismo en España?”, me pregunta Ashok Kumar, un joven curioso con formación universitaria que me ha acompañado durante varios días por los pueblos y las sierras del distrito de Kandhamal en el Estado de la Odhisa. Su pregunta no es extraña. Una sexta parte de la población mundial es hinduista. Y en el seno de un país como India, llamado a ser protagonista del siglo XXI, se ha desarrollado una teología política inquietante. ¿Quién dijo que este siglo era un siglo secularizado? Cierta perspectiva occidental deforma la realidad. Estamos en tiempos muy religiosos, con religiones como lo eran todas antes de la aparición del cristianismo: creencias que sacralizan lo político. La globalización postmoderna de los mercados y de la tecnología no es laica en buena parte del mundo.

Ashok no puede imaginar, ni por asomo, que el hinduismo sea marginal en Europa. Ha crecido en una cultura y en un país donde los dioses están por todas partes, en cada esquina hay un templo. Aquí un árbol al que se le da culto, allí una piedra pintada de color azafrán a la que se adora con devoción.

El viejo politeísmo es utilizado por un nacionalismo, promovido por el movimiento Hindutva. Ashok baja la voz cuando habla de ciertas cosas en las calles marcadas con las banderas naranjas, señal de que la zona está controlada por los seguidores del hinduismo político.

La India de 1200 millones de habitantes, la democracia más grande del planeta, la que compite con China y la que le ha superado en muchos aspectos (en población, en educación), el país que tiene dentro muchos universos, supera barreras y se siente orgulloso gracias, en gran medida, a una ideología que también en este caso se ha apropiado de la experiencia religiosa. “Yo soy hindi, tú también eres hindi, todos somos hindi”, me comentaba hace unos días un joven cordial en uno de los barrios más pobres de Delhi. “No, yo no soy hindi”, le contesté con un rostro serio. Puedo apreciar el yoga, intentar entender una religiosidad como la suya, pero decididamente no soy hindi. Ese chico simpático, de sonrisa franca, entiende que ser hindi es participar de un orgullo fundamentado en la dialéctica del enemigo.

El Hindutva, con su brazo político (BJP) en el poder, considera necesario controlar las instituciones, tomar los puestos claves en las universidades, mantener en vigor las leyes anticonversión para que el cristianismo no se pueda manifestar públicamente. Cuando ha llegado el momento, ha considerado conveniente el recurso a la violencia, como hizo en los que algunos llaman el genocidio cristiano de Kandhamal de 2008. Es necesario imponer el “retorno a casa”, todos los indios tienen que ser necesariamente hindúes.

Modi no es solo el líder aparentemente simpático que hace yoga y que busca inversiones internacionales. Modi es el hombre que mantiene en vigor una doble discriminación de los intocables que se convierten al cristianismo. El 80 por ciento de la minoría cristiana pertenece a los “sin casta”. Se han convertido buscando una libertad que no tiene en la antigua religión. Pero al hacerlo pierde las ayudas que el Gobierno da a los que siguen siendo hindúes.

Es un pecado de origen. Gandhi, para promover la independencia, reelaboró algunas de las señas de identidad de la vieja religión (respeto a la vaca, alimentación vegetariana). Ahora que el mercado parece haber unificado el mundo, también en la India se recurre a la habitual fórmula para construir una identidad sencilla basada en estigmatizar al otro. En este caso el Hindutva le explica a sus seguidores que su aparente hegemonía es falsa, que la India está amenazada por los “extranjeros”: los musulmanes y los cristianos. No importa que los musulmanes hayan fraguado buena parte de la historia del país y que los cristianos llegasen probablemente hace dieciocho siglos con las misiones de la Iglesias de Irak.

Aliya Nayak es un hombre de mediana edad. Anda descalzo y con el torso desnudo por las calles de Barokhoma, un pequeño pueblo de Kandhamal. Me cuenta que cada vez es más difícil celebrar la Navidad porque los seguidores del Hindutva siempre quieren impedírselo. Aliya seguramente no sabe que su tenacidad en celebrar la Encarnación es la mejor garantía de que en el futuro India pueda ser laica. No importa que no lo sepa. Lo importante es que lo considera decisivo para su vida. Lo importante es que nosotros somos testigos de ello.

El sabor de la libertad

La habitación en la que escribo, la misma en la que duermo, tiene el suelo quemado. Es una de las huellas que ha dejado el ataque de las hordas de nacionalismo que en 2008 atacaron el centro social de Jana Vikas. La escalera que sube al segundo piso fue utilizada para violar repetidamente a la hermana Meena Barba, una de las víctimas sexuales del pogromo de Odhisa. La ciudad más cercana, Bubaneswhar, a seis horas de coche.

He pasado el día con otras víctimas. Por la mañana, gracias a la ayuda de un traductor, he escuchado las historias de viudas, de hombres obligados a comer excrementos de vacas por no renunciar a su condición de bautizados. Hablaban huriah y una lengua tribal que no tiene escritura. He comido con las viudas, se sientan en el suelo y en cuclillas dan buena cuenta del arroz. Algunas de ellas llevan la cara entera tatuada. Son parcas en palabras, al menos con el extranjero blanco. Algunas solo lloran cuando recuerdan a sus maridos. Otras explican que quieren sacar a sus hijos adelante y que estudian. Las madres se parecen en todos los rincones del mundo. Todos son intocables, dalit, los que están fuera de cualquier casta.

Discriminados por su origen, discriminados por ser cristianos. El 80 por ciento de los cristianos de Odisha son dalit, porque el cristianismo es –dicen– la religión en la que no hay castas, la religión de los que te ayudan, la religión de los que cuando estás enfermo vienen a rezar por ti y a echarte una mano. La religión que no considera la pobreza una maldición divina por algún pecado del pasado, un castigo merecido.

Un hombre de mediana edad me ha contado que lleva siete años en la cárcel porque le acusaron de asesinar a Sawami, un líder del nacionalismo hindú. Él explica que es inocente. Todo el mundo sabe que es inocente. Los maoístas confesaron hace mucho tiempo el crimen. Dice que no está desesperado, que en prisión tiene tiempo para rezar y para leer la Biblia.

Por la tarde he estado en la casa de otro dalit, una casa muy pobre y muy limpia. Una de las mujeres preparaba la catequesis estudiando las Escrituras. El padre de familia me ha contado que le cuesta mucho encontrar trabajo. Los dalit tienen encomendadas las labores más humillantes. Y si eres cristiano la cosa se complica aún más.

Al caer la tarde nos hemos adentrado aún más en la sierra de Kandhamal. La vegetación es exótica, tropical. Las mujeres se bañan vestidas en charcas en las que flotan flores acuáticas. En cada recodo del camino hay un templo, templos por todos sitios, templos de colores. Dioses en cada esquina. El hinduismo más que una religión es una especie de paraguas bajo el que cabe casi todo. El politeísmo, extraño, que convierte cualquier cosa en Dios es utilizado por los nacionalistas. Hay que imponer el “retorno a casa”.

Todo parece tranquilo mientras las mujeres se bañan al caer el sol. Pero la tranquila charca del pueblo de Barokhoma es solo apariencia. Los dalit de la localidad, reunidos todos ellos en una calle, me cuentan que no pueden celebrar la Navidad tranquilamente. Les atacaron recientemente, les atacaron en 2008, cuando 50.000 perdieron sus casas y un centenar de bautizados murieron en todo el distrito de Kandhamal. Los misioneros trajeron hace algo más de 100 años la nueva religión, se pusieron de parte de los dalit que habían perdido sus tierras.

A todos les pregunto lo mismo: ¿por qué no abandonan esta fe que les ha traído tantos problemas? Casi todos dicen lo mismo: “Amamos a Nuestro Señor”. El cristianismo tiene para ellos el sabor de la libertad. Ni brahman ni dalit, todos uno. Veinte siglos después, la misma revolución.


Fuente: Religión en Libertad

 
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