"Nacer y morir... son los ámbitos que más me interesan" dice a los reporteros de Avennire el sacerdote, ermitaño y escritor Alessandro Deho’, desde la ermita monástica de Madonna del Monte, donde habita a casi mil metros de altura en los Apeninos tosco-emiliano (Massa Carrara, Italia).  "La muerte de mi padre -continúa padre Alessandro- fue mi experiencia más alta del rostro de Dios. Tuvo un ataque al corazón. Se recuperó. Luego contrajo el Covid con la primera ola en Bérgamo. Dos veces me llamaron a la sala: ¡un regalo! La segunda fue el 27 de marzo, el día en que el Papa hizo aquella salida con el crucifijo en la desierta Plaza de San Pedro. Ese día leyó ‘La tormenta se calmó’ y yo, sin saberlo, había elegido el mismo pasaje para mi padre. Frente a esos ojos que me miraban implorando libertad, lloré y fue como estar bajo la cruz. Ahí se derrumbó toda perorata sobre Dios. Había amor en su expresión más profunda y dolorosa. Me sentí en el corazón del nacer y el morir. En sus ojos abiertos al misterio. Una bendición paternal muy poderosa. Comprendí que la profundidad de la fe no consiste en buscar a Dios, sino en dejarse mirar por él. Un vuelco al borde del precipicio porque en Jesús no hay nada edulcorado... Este es su escándalo".

 

El padre Alessandro, de 46 años, procede de la diócesis de Bérgamo, donde fue párroco, activo con los jóvenes y en labores sociales. Pero ha elegido vivir en la eremita a pocos metros de la diminuta aldea de Crocetta (siete almas la habitan en total), en lo alto de una cresta impermeable y boscosa entre La Spezia y la provincia de Massa, donde escribe libros como Maria Un camino, La parola libera y, el recién publicado: Dov'eri? Vivere non è solo un diritto, que se presentará el 17 de octubre en la Feria del Libro de Turín.

 

La suya es la historia de alguien que ha caminado hacia lo esencial en plena fidelidad a su humanidad y sacerdocio. Ha sido objetor de conciencia y enfermero en un gran hospital. “Cuando hablas con él, quizá después de ver la casa donde vive (comprada con una hipoteca ‘como la gente corriente’), con el huerto, ferozmente disputado por los jabalíes, y la capilla mínima y sin adornos con un altar donde sólo puedes arrodillarte para celebrar, te llega esa misma búsqueda de la verdad que te moviliza”, describe el periodista Roberto Zanini de Avvenire en el inicio de su entrevista al ermitaño sacerdote.

 

¿Recuerda otras experiencias que le hayan llevado por este camino de desvelar lo esencial en el momento extremo de la muerte?

En el hospital, como enfermero de hematología. Una mujer, que iba a ser dada de alta al día siguiente, enfermó durante la noche. La encontré en el baño vomitando sangre. En sus ojos había una pregunta que se me clavó: ¿me muero? Y no tuve más remedio que llevarla a la cama, donde murió poco después.

Tenía un amigo, un joven sacerdote al que conocí siendo objetor. A él le contaba mis experiencias como enfermero. Algún tiempo después de haber entrado al seminario, me llamó y me dijo que tenía leucemia. El trasplante de médula fracasó. Estuve con él en el hospital el día antes de su muerte. No olvido sus ojos... Para mí, el rostro de Dios está ahí. En ese misterio que rodea a la muerte. Esa es la pobreza más radical. No hay nada más pobre que eso. Y luego mi padre, que realmente se convierte en padre cuando lo ves morir y te preguntas si tú también, ese día, sabrás ser tan dichoso y entregado como él.

 

¿Le preocupa demasiado la muerte?

Para mí no se trata de vivir con miedo a la muerte, sino de tomar conciencia de la necesidad de pasar de una Iglesia que sale a llenar necesidades, a una Iglesia consciente de su propia pobreza, que se abre a la necesidad del enamorado, que abre su corazón al novio del Cántico. Una Iglesia consciente de estar necesitada y a la espera de un encuentro: en la pobreza de los moribundos hay una necesidad extrema de amor, un terrón de tierra que espera ser fecundado. Un San Francisco que hubiera dado caridad a los pobres no hubiera sido un problema, se convierte en uno cuando se hace pobre. La experiencia de Dios se hace implorando amor, su amor. Allí uno se encuentra con su rostro.

 

¿No podría hacerse en la parroquia?

Ciertamente, antes era más útil: oratorio, guardería parroquial, Cáritas... Tenía unas ideas pastorales maravillosas, pero, y hablo por mí, me di cuenta de que el proyecto era más importante que las personas a las que iba dirigido. Aquí, en cambio, me encuentro con personas en un terreno que no es la fructificación de algo, sino una pura y simple acogida. No hay categorías, sino un intercambio de historias, y en cada historia hay un fragmento del rostro de Dios. Hay que captarlo sin encerrarse en esquemas preconcebidos. El rostro de Dios es ese amor que te hace sentir acogido a pesar de todo. Frente a la muerte no tienes miedo de mostrar tu fragilidad. Jesús lo demostró en la cruz. Es descubrir el hambre de amor que tenemos. Esto es la oración: un descubrimiento.

 

¿Un hambre de amor?

Jesús entró en el mundo llenando una cuna y salió vaciando una tumba. Somos el hambre, somos la necesidad, somos el vacío, estamos abiertos a un encuentro que es el único que puede dar sentido a la vida.

 

¿Como el amante del Cantar de los Cantares que desea embriagarse con el otro?

Exactamente. Dos amantes en la plenitud de su amor ponen su desnudez en las manos del otro: se entregan totalmente. Si dejo de pretender ser un buen sacerdote y me muestro como lo que soy: un Cristo pobre con hambre infinita de amor, entonces quienes se acercan a mí se sienten comprendidos, acompañados, y podemos ponernos en manos del otro.

 

 

Todos los extraviados, los ancianos vienen a la mente....

¿Cuántos son los sufrientes, que han sido despojados por esta sociedad? Envejecer es traumático. Es un despojo. El anciano es evangélico: se entrega. Jesús se pone en manos de María y José. Se entrega a los discípulos en la Eucaristía. Se entrega a los verdugos. Se entrega en el sacrificio de la cruz. El Evangelio es un continuo desprendimiento, hasta que se entrega al Padre. Jesús nos muestra la profunda verdad de estar necesitado.

 

¿Y su condición de sacerdote?

Creo que la fidelidad no es al rol, sino al mandato. Jesús nos envía a anunciar las cosas del Reino de Dios. A veces, con el respeto al rol se corre el riesgo de llegar a un cristianismo vacío. He comprendido que es necesario ser fiel al mandato, y que en este camino no sólo se alcanza la naturaleza esencial del rol, sino que se va más allá. Elegí emprender este camino y agradezco a mi obispo que compartió el espíritu de mi búsqueda y al obispo de Massa que me acogió. Celebro y confieso en el santuario y en algunas aldeas de los alrededores. Vivo la extraordinaria amistad que me brindan los pocos habitantes de Crocetta, y en dos años he aprendido mucho. Su sabiduría ha echado por tierra muchas de mis convicciones y lugares comunes como ciudadano. Un camino que no sé a dónde me llevará. Para las personas que me buscan soy un hermano que acoge y escucha, que recorre un trozo del camino juntos, que comparte el Evangelio, es más, el deseo del Evangelio, de enamorarse de Jesús, porque es Él quien nos ama. Hay quienes me dicen: "No puedo estar en la Iglesia porque no estoy en regla". Pero Él nos ama de todos modos, a cualquier precio, y tiene fe en nosotros. Esta es la locura: Él es el protagonista, no nosotros. Y así avanzamos hacia la percepción del rostro de Dios.

 

 

Fuente: Avvenire

 

 

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