Hermann von Reichenau (1013-1054) nació con tales limitaciones físicas que sus padres lo entregaron a los monjes, quienes lo cuidaron y ayudaron hasta descubrir en él un prodigio de la inteligencia, de la ciencia, de la sensibilidad musical… y de la santidad personal. Pío IX lo beatificó en 1863. Gianfranco Amato le ha consagrado un artículo en el último número Il Timone, mensual católico de apologética cuyo texto difundido en español por el portal Cari Filii, ofrecemos en esta edición.
 
Hermann Contractus: el Contrahecho que no fue un “descarte”


El 18 de julio de 1013 nació en Altshausen (Alemania), un niño tetrapléjico, con los miembros y el tronco totalmente paralizados (“In exteriori homine passione paralytica omnibus membris dissolutorie contractus“). El mundo le conocerá como Hermannus Contractus, Hermann el Contrahecho, el cojo, el encogido, el espástico (imagen adjunta). Los padres de este niño deforme lo entregaron a los cuidados de quienes en esa época representaban el welfare [asistencia social]; es más, de quienes lo inventaron. Es decir, los monjes benedictinos del monasterio de Reichenau, en la homónima isla del lago de Constanza.
 
Los médicos de la época dieron un diagnóstico infausto sobre las condiciones del niño: de hecho, lo declararon “deficiens“, sin ninguna capacidad de aprendizaje. Los monjes de Reichenau acogieron al pequeño discapacitado y lo trataron como al resto de los niños, teniendo en cuenta el hecho de que no podía caminar y que apenas podía hablar o escribir. Sin embargo, en un determinado momento, los religiosos se dieron cuenta de que Hermann tenía una inteligencia muy por encima de la media. Le hicieron estudiar y aprendió latín, griego y árabe.

Escribió numerosos libros, entre los cuales el Chronicon, una historia del mundo desde el nacimiento de Cristo hasta su tiempo; el De octo vitiis principalibus, un texto didáctico-poético dirigido a las religiosas y los sacerdotes; el De musica y el De monochordo, dos tratados musicales litúrgicos; libros de gesta sobre Conrado II y Enrique III. También compuso el Oficio de algunos santos, como Gregorio Magno, Afra de Augusta, Gordiano y Epímaco, Wolfgango de Ratisbona y algunas secuencias sobre la Virgen (De Beata Maria Virgine), sobre la cruz y la Pascua (Grates homos hierarchia, Rex regum Dei Agne, Benedictio Trinae Unitati, Exurgat totus almiphonus).

En este valle de lágrimas, las maravillas

Pero fue sobre todo en el campo de la astronomía donde reveló ser un verdadero genio. Son suyos, por ejemplo, dos de los más importantes tratados sobre el astrolabio: el De Mensura Astrolabii y el De Utilitatibus Astrolabii. Su fama se extendió por doquier, hasta el punto que se le definió “prodigium saeculi“, “milagro del mundo“.

Incluso el emperador Enrique III y el Papa León IX quisieron conocer a este prodigio, y fueron a visitarle al monasterio de Reichenau. Hermann vivía con un dolor constante. Los monjes construyeron para él una silla transportable (“silla quedam gestoria“), construida de modo que él pudiera permanecer en una única posición. No pasaba ni un segundo sin sufrir físicamente. Y en esta dolorosa situación compuso el texto y la música de los dos himnos más conocidos y bellos de la Iglesia: la Salve Regina y el Alma Redemptoris Mater.
 
Mientras componía el canto Salve Regina y escribía el verso “gementes et flentes in hac lacrimarum valle” [gimiendo y llorando en este valle de lágrimas], Hermann se refería también al sufrimiento que le causaba su propia condición física. Es increíble que uno de los raros himnos que han sobrevivido a la reforma litúrgica postconciliar, y que aún se canta en las iglesias desde hace más de mil años, sea precisamente el compuesto por un tetrapléjico, un espástico, un discapacitado. Una persona que la mentalidad de hoy definiría “indigna de vivir”; es más, incluso “indigna de nacer” y que, con toda probabilidad, en la sociedad actual habría sido abortada. El hecho que desde hace más de un milenio se siga cantando la Salve Regina parece realmente una broma de Dios.

Es la demostración de lo que Él puede hacer con lo que los hombres consideran un “descarte”, y la prueba de que no existe tal cosa como vidas dignas o indignas de ser vividas. Lo que surge en nosotros es, entre otros, una amarga consideración si pensamos en el aborto o la eutanasia: ¿de cuántas personas como Hermann, de cuántas obras maestras como la Salve Regina se ha privado la humanidad? Nunca lo sabremos.

El seguidor más lento que un asno



A pesar del constante sufrimiento físico, su biógrafo lo describe como un hombre afectuoso, afable, alegre, dócil, siempre dispuesto a ser útil y amable (“Mirae benevolentiae, affabilitatis, iucunditatis et humanitatis omnifariae conatu sese omnibus morigerum et aptum exhibens, utpote omnibus omnia factus, ab omnibus amabatur“). Era una persona alegre, siempre alegre, siempre dispuesto a ayudar y consolar a todos, era buena compañía. En resumen, un hombre feliz. Pero, ¿cómo podía ser feliz una persona así? Lo explicó muy bien Luigi Giussani, la persona que me hizo conocer, cuando yo tenía dieciséis años, la figura de Hermann. Decía Giussani: “¿Cómo puede convertirse una existencia de sufrimiento, en una tan rica y amable? Esa energía de adhesión a la realidad última de las cosas permite utilizar también lo que el mundo que nos rodea consideraría inutilizable: el mal, el dolor, el cansancio de vivir, la discapacidad física y moral, el aburrimiento. Incluso la resistencia a Dios. Todo puede ser transformado y mostrar, maravillosamente, los efectos de su transformación si se vive en relación con la realidad verdadera: si “se ofrece a Dios”, como reza la tradición cristiana. Ofrecer a Dios cualquier miseria es lo contrario de la abdicación, de una aceptación automática, de una resignación pasiva; es el vínculo, afirmado de manera consciente y enérgica, de la propia particularidad con lo universal”. Hermann supo ser un luminoso testimonio de esta transformación en su ofrenda a Dios con una serenidad que causó asombro entre sus contemporáneos.
 
También estaba dotado de una inteligente ironía sobre sí mismo. En el prólogo del importante tratado científico De Mensura Astrolabii, se presenta así: “Hermannus Christi pauperum peripsima, et philosophum tironum, asello, immo limace, tardior assecla […]”; “Hermann el descarte de los pobres de Cristo y de los filósofos diletantes, el seguidor más lento que un asno; no, que un caracol […]”. Y sigue explicando que escribió ese “tratadillo” sólo para responder a las peticiones insistentes de algunos amigos (“Cum a plurimus saepe amici rogarer“).

El horizonte eterno



Hermann, a través de su profunda fe, supo dar un sentido a su existencia a pesar de sus dificultades cotidianas, originadas por el dolor físico y el sufrimiento continuo. Condiciones que no minaron su alegría de vivir e, incluso, su capacidad de consolar a los demás. Hasta el último instante de su existencia. El amigo y fiel discípulo Bertoldo describe así los últimos días de Hermann: “Cuando, al final, la bondad amorosa del Señor se dignó liberar su santa alma de la tediosa prisión del mundo” (“De ergastulo mundi huius fastidioso“), sufrió una pleuritis y sufrió durante diez días de un gran dolor. En su lecho de muerte Hermann consoló a Bertoldo, que lo velaba triste, con estas últimas palabras: “¡No llores por mí, amigo mío! Siéntete feliz y contento por mi destino. Piensa cada día que tú también tendrás que morir, esfuérzate por estar preparado siempre a esta eventualidad y reflexiona sobre tu último viaje, porque no sabes ni la hora ni el día en que me seguirás, a tu queridísimo amigo Hermann”. “Et in haec verba cessavit“, “Dicho esto, expiró”. Murió con 41 años, rodeado del afecto de sus hermanos, amigos y familiares (“Fratribus, amicis et familiaribus“) después de haber recibido el cuerpo y la sangre de Cristo, el 24 de septiembre de 1054. Fue inmediatamente venerado como beato, aunque su culto no fue confirmado oficialmente hasta 1863, por el papa Pío IX.

En cualquier civilización no cristiana, de cualquier época y latitud, una persona como Hermann habría sido eliminado, o no habría nacido. ¿Por qué sus padres decidieron no eliminarlo? ¿Por qué los monjes de Reichenau decidieron no eliminarlo? ¿Por qué él, en las dramáticas condiciones de dolor físico en las que vivía, no pidió ser eliminado? Monseñor Giussani nos lo explica así: “Porque quien era Dios para él era inconmensurablemente más pertinente y existencialmente más vivo que para nosotros. Sólo Cristo da un sentido de Dios tan concreto, poderoso, incisivo, dominante y apasionante”. Sí, sólo Cristo lo da. Y una sociedad que reniega esta aportación no es una sociedad más evolucionada o más moderna. Es sólo una sociedad más pobre y cínica.


La "Salve Regina" en interpretación de "Juliano Ravanello" e imágenes de "Misión Fátima Chile"





 
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