Vaticano

¡Dios te Salve María Mater populus fideli! La cooperación de María en la obra de Salvación (nota doctrinal/ Papa León XIV)

La Madre del Pueblo Fiel, no Corredentora. El documento del Dicasterio para la Doctrina de la Fe aprobado por León XIV aclara los apelativos que deben usarse para Nuestra Señora. También se pide especial atención para el título "Mediadora de todas las gracias".
04-11-2025

DICASTERIO PARA LA DOCTRINA DE LA FE

Mater Populi fidelis

Nota doctrinal sobre algunos títulos marianos
referidos a la cooperación de María
en la obra de la salvación

 

Índice

Presentación

Introducción

La cooperación de María en la obra de la salvación

Títulos referidos a la cooperación de María en la salvación

Corredentora

Mediadora

María en la mediación única de Cristo
Fecundos en el Cristo glorioso

Madre de los creyentes

Intercesión
Cercanía materna

Madre de la gracia

Allí donde sólo Dios puede llegar
El agua viva que fluye
Amor que se comunica en el mundo
Criterios
Las gracias
Nuestra unión con María
La primera discípula

Madre del Pueblo fiel

El amor se detiene, contempla el misterio, disfruta en silencio

 

Presentación

La presente Nota responde a numerosas consultas y propuestas que llegaron a la Santa Sede en las últimas décadas —particularmente a este Dicasterio— sobre cuestiones relacionadas con la devoción mariana y sobre algunos títulos marianos. Son cuestiones que han preocupado a los últimos Pontífices y que han sido repetidamente tratadas en los últimos treinta años en los diversos ámbitos de estudio del Dicasterio, como Congresos, Asambleas ordinarias, etc. Esto ha permitido a este Dicasterio contar con un abundante y rico material que alimenta esta reflexión.

El texto, al mismo tiempo que clarifica en qué sentido son aceptables, o no, algunos títulos y expresiones que se refieren a María, se propone profundizar en los adecuados fundamentos de la devoción mariana precisando el lugar de María en su relación con los creyentes, a la luz del Misterio de Cristo como único Mediador y Redentor. Esto implica una profunda fidelidad a la identidad católica y, al mismo tiempo, un particular esfuerzo ecuménico.

El eje que atraviesa todas estas páginas es la maternidad de María con respecto a los creyentes, cuestión que aparece reiteradamente, con afirmaciones que se retoman una y otra vez, enriqueciéndolas y completándolas, a modo de espiral, con nuevas consideraciones.

La devoción mariana, que la maternidad de María provoca, es presentada aquí como un tesoro de la Iglesia. La piedad del Pueblo fiel de Dios que encuentra en María refugio, fortaleza, ternura y esperanza, no se contempla para corregirla sino, sobre todo, para valorarla, admirarla y alentarla; dado que ésta es una expresión mistagógica y simbólica de una actitud evangélica de confianza en el Señor que el mismo Espíritu Santo suscita libremente en los creyentes. De hecho, los pobres «encuentran la ternura y el amor de Dios en el rostro de María. En ella ven reflejado el mensaje esencial del Evangelio».[1]

Al mismo tiempo, existen algunos grupos de reflexión mariana, publicaciones, nuevas devociones e incluso solicitudes de dogmas marianos, que no presentan las mismas características de la devoción popular, sino que, en definitiva, proponen un determinado desarrollo dogmático y se expresan intensamente a través de las redes sociales despertando, con frecuencia, dudas en los fieles más sencillos. A veces se trata de reinterpretaciones de expresiones utilizadas en el pasado con diversos significados. Este documento tiene en cuenta estas propuestas para indicar en qué sentido algunas responden a una devoción mariana genuina e inspirada en el Evangelio, o en qué sentido otras deben ser evitadas porque no favorecen una contemplación adecuada de la armonía del mensaje cristiano en su conjunto.

Por otra parte, en diversos pasajes de esta Nota se ofrece un amplio desarrollo bíblico que ayuda a mostrar cómo la auténtica devoción mariana no aparece solamente en la rica Tradición de la Iglesia sino ya en las Sagradas Escrituras. Esta destacada impronta bíblica está acompañada por textos de los Padres y Doctores de la Iglesia y de los últimos Pontífices. De este modo, más que proponer límites, la Nota busca acompañar y sostener el amor a María y la confianza en su intercesión materna.

Víctor Manuel Card. Fernández
Prefecto

Introducción

1. [Mater Populi fidelis] La Madre del Pueblo fiel[2] es contemplada con afecto y admiración por los cristianos porque, si la gracia nos vuelve semejantes a Cristo, María es la expresión más perfecta de su acción que transforma nuestra humanidad. Ella es la manifestación femenina de todo cuanto puede obrar la gracia de Cristo en un ser humano. Ante semejante hermosura, movidos por el amor, muchos fieles han procurado siempre referirse a la Madre con las palabras más bellas y han exaltado el lugar peculiar que ella tiene junto a Cristo.

2. Recientemente, este Dicasterio ha publicado las Normas para proceder en el discernimiento de presuntos fenómenos sobrenaturales.[3] Es frecuente que, en relación con dichos fenómenos, se utilicen determinados títulos[4] y expresiones referidas a la Virgen María. Esos títulos, algunos de los cuales ya aparecen en los Santos Padres, no siempre se utilizan con precisión; a veces se cambia su significado o se pueden malinterpretar. Además de los problemas terminológicos, algunos títulos presentan dificultades importantes en cuanto al contenido porque, con frecuencia, se produce una comprensión errónea de la figura de María que tiene serias repercusiones a nivel cristológico[5], eclesiológico[6] y antropológico.[7]

3. El principal problema, en la interpretación de estos títulos aplicados a la Virgen María, es cómo se entiende la asociación de María en la obra redentora de Cristo, es decir, «¿cuál es el significado de esa singular cooperación de María en el plan de la salvación?».[8] El presente documento, sin querer agotar la reflexión ni ser exhaustivo, intenta preservar el equilibrio necesario que, dentro de los misterios cristianos, debe establecerse entre la única mediación de Cristo y la cooperación de María en la obra de la salvación, y pretende mostrar también cómo ésta se expresa en diversos títulos marianos.

La cooperación de María en la obra de la salvación

4. Tradicionalmente, la cooperación de María en la obra de la salvación se ha afrontado desde una doble perspectiva: desde su participación en la Redención objetiva, realizada por Cristo durante su vida y particularmente en la Pascua, y desde el influjo que ella tiene actualmente sobre los que han sido redimidos. En realidad, estas cuestiones están interrelacionadas y no pueden considerarse de manera aislada.

5. Esta participación de María en la obra salvadora de Cristo está atestiguada en las Escrituras, que presentan el acontecimiento salvador realizado en Jesucristo como una promesa, en los escritos veterotestamentarios, y como una realización, en el Nuevo Testamento. Así, María se vislumbra en Gn 3,15 porque es la Mujer que participa en la victoria definitiva contra la serpiente. Por eso no llama la atención que Jesús se dirija a María con la denominación de «Mujer» en la escena del Calvario (Jn 19,26). También en Caná, Jesús la llama «Mujer» (Jn 2,4) remitiendo a María y a su función, junto con Él, en la "Hora" de la cruz.

6. Allí, en la "Hora", aparece la cooperación de María, que vuelve a dar el "sí" de la Anunciación y, en ese momento sagrado, el Evangelio pasa de colocar en los labios de Jesús la palabra «Mujer» (Jn 19,26) a presentarla como «Madre» (Jn 19,27). Cuando el Evangelio explica que, como respuesta, el discípulo que nos representa a todos la recibió, utiliza un verbo (lambanō) que en el Evangelio asume el sentido de "acoger" desde la fe (cf. Jn 1,11-12; 5,43 y 13,20). Es el mismo verbo que utiliza el cuarto Evangelio para expresar que la Luz vino a los suyos y ellos no la «acogieron» (Jn 1,11). Es decir, el discípulo que ocupaba nuestro lugar junto a María, la acogió como madre en la fe. Sólo después de entregarnos a María como madre, Jesús reconocerá que «ya todo estaba cumplido» (Jn 19,28). Esta solemne alusión al cumplimiento impide interpretar el episodio de un modo superficial.La maternidad de María con respecto a nosotros forma parte del cumplimiento del plan divino que se realiza en la Pascua de Cristo. En un sentido semejante, el Apocalipsis presenta a la «Mujer» (Ap 12,1) como madre del Mesías (cf. Ap 12,5) y como madre del «resto de sus hijos» (Ap 12,17).

7. Conviene recordar que María de Nazaret puede ser considerada el «testigo privilegiado»[9] de los hechos de la infancia de Jesús[10] que aparecen en los Evangelios (cf. Lc 1-2; Mt 1-2). En el prólogo de su evangelio, Lucas advierte a sus lectores: «Puesto que muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, como nos los transmitieron los que fueron desde el principio testigos oculares», él también decidió «investigarlo todo diligentemente desde el principio» (Lc 1,1-3). Entre esos testigos oculares se destaca María, protagonista directa de la concepción, nacimiento e infancia del Señor Jesús. Lo mismo se puede decir de los relatos de la pasión, ya que su madre estaba «junto a la cruz de Jesús» (Jn 19,25), y esperando Pentecostés, cuando los apóstoles estaban en «oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús» (Hch 1,14).

8. En el Evangelio de Lucas, María es la nueva Hija de Sión que recibe y transmite la alegría de la salvación. Lucas recoge las promesas proféticas que anunciaban la alegría mesiánica (cf. Sof 3,14-17; Zac 9,9). En ella se cumplen las promesas que hacen saltar de gozo a Juan el Bautista (cf. Lc 1,41). Isabel se presenta como indigna de recibir la visita de María: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1,43). Isabel no dice «¿Quién soy yo para que me visite mi Señor?». Se refiere directamente a la madre, con lo cual podemos advertir la conexión inseparable entre la misión de Cristo y la de María. Isabel habla llena del Espíritu Santo (cf. Lc 1,41), de modo que su actitud ante María se presenta como un modelo de fe. Las siguientes palabras que ella dice, movida por el Espíritu, son: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1,42). Llama la atención que, bajo la acción del Espíritu, no le baste llamar "bendito" a Jesús, sino que también llama "bendita" a la madre. Los contempla íntimamente unidos en este momento de gozo mesiánico. María aparece aquí como la "Feliz" por excelencia: «Feliz la que ha creído» (Lc 1,45); «se alegra mi espíritu» (Lc 1,47); «me llamarán feliz todas las generaciones» (Lc 1,48). Esto adquiere mayor importancia si se advierte que, en el Evangelio de Lucas, esta felicidad no aparece como un estado de ánimo sino como el cumplimiento de las promesas mesiánicas en los pequeños (cf. Lc 6,20-22), que tienen una recompensa grande en el cielo (cf. Lc 6,23).

9. En los primeros siglos del cristianismo, los Santos Padres se interesaron principalmente por la maternidad divina de María (Theotokos), por su virginidad perpetua (Aeiparthenos), su perfecta santidad, libre de pecado a lo largo de toda su vida (Panagia) y por su función de nueva Eva,[11] concentrando en el misterio de la Encarnación la reflexión sobre la asociación de María a la Redención de Cristo. El "sí" de María ante el saludo del arcángel san Gabriel, para que el Verbo de Dios se hiciese carne en su vientre (cf. Lc 1,26-37), da al ser humano la posibilidad de ser divinizado. Por eso, san Agustín llama a la Virgen «cooperadora» en la Redención, subrayando tanto la acción de María junto a Cristo como su subordinación a Él, porque María coopera con Cristo para que nazcan «en la Iglesia los fieles»[12] y, por eso, la podemos llamar Madre del Pueblo fiel.

10. Durante el primer milenio, la reflexión sobre la Virgen María en la Iglesia remite a la liturgia. La gran y rica diversidad de las tradiciones litúrgicas del Oriente cristiano quiso ser un eco fiel de las Sagradas Escrituras, de los Concilios y de los Padres de la Iglesia. La lex orandi que se transformó en lex credendi, configura la mariología oriental desde la himnografía, la iconografía y la piedad popular.[13] Por ejemplo, a partir del siglo V se establecen en Oriente las fiestas marianas que después, en el siglo VII, pasaron a Occidente. La participación de la Madre de Dios en la obra de la salvación se conmemora no sólo en las anáforas y liturgias eucarísticas de las Iglesias orientales sino, sobre todo, a través de los textos himnográficos utilizados en las Horas canónicas, presentes en las diversas tradiciones litúrgicas del Oriente cristiano. En la himnografía abundan las composiciones dedicadas a María con alegorías bíblicas,[14] que permitieron la profundización en el misterio fundamental de la Encarnación y su significado para la Redención en Cristo, en un lenguaje pleno de simbolismo poético capaz de expresar el asombro y la maravilla de quienes, siendo de la misma estirpe que María, contemplan los prodigios que el Todopoderoso ha realizado en ella.[15]

11. La enseñanza de los primeros concilios ecuménicos comienza a delinear el dogma de María, Madre de Dios, luego proclamado en el Concilio de Éfeso. El Oriente cristiano siempre ha sostenido doctrinalmente aquellos dogmas definidos por estos primeros concilios, al menos en aquellas Iglesias que han aceptado los Concilios de Éfeso y Calcedonia. Al mismo tiempo, ha acogido en sus tradiciones litúrgicas, himnográficas e iconográficas, las narraciones y las leyendas marianas populares referidas a los relatos de la infancia y de la muerte de Jesús. Estos relatos buscan alimentar la piedad del Pueblo de Dios, dando voz al lirismo de las imágenes poéticas, que no tienen otro objetivo que despertar el asombro. Esa veneración a la Madre de Dios se manifiesta, también, por medio de la iconografía que ofrece una imagen visual de María y del Verbo encarnado. Es significativo que las iconografías tradicionales de esas Iglesias, vinculadas a los Concilios de Éfeso y Calcedonia, representen a María mayoritariamente como «Theotókos»,[16] y fuesen creadas para contemplar en ellas a la Virgen-Madre que presenta al mundo y abraza a su Hijo, el niño Jesús, mientras intercede por la humanidad ante su Hijo. Así, la iconografía mariana oriental, como kerygma y recordatorio visual de la teología de los primeros concilios y de los Santos Padres a todo color, quiere ser una traducción visual de los títulos específicos que se aplican a la Virgen.[17] Por eso los íconos tienen que "leerse" desde la liturgia y desde los himnos. María no es objeto de un culto que viene colocado junto a Cristo, sino que se inserta en el misterio de Cristo a través de la Encarnación.[18] Ella es el ícono en el que se venera a Cristo mismo. Ella es la Theotókos, la Virgen Madre que presenta a su hijo Jesús, el Cristo, y es, al mismo tiempo, la Odēgētria que muestra, señalando con su mano, el único Camino que es Cristo.

12. A partir del siglo XII, la teología occidental[19] dirige su mirada a la relación que une a la Virgen Madre con el misterio de la Redención cruenta del Calvario y se relaciona la imagen de la espada de Simeón con la cruz de Cristo. La presencia de María al pie de la cruz se entiende como signo de fortaleza cristiana, llena de amor materno. San Bernardo habla de la cooperación de nuestra Señora en el sacrificio redentor en un comentario sobre la presentación de Jesús en templo.[20] Arnaldo, amigo de san Bernardo y abad benedictino de Bonneval († después de 1159), considera por primera vez la cooperación de María con el sacrificio del Calvario junto a su Hijo Jesucristo.[21]

13. La cooperación de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación ha sido expuesta por el Magisterio de la Iglesia.[22] Como dice el Concilio Vaticano II, «con razón, pues, creen los Santos Padres que Dios no utilizó a María como un instrumento puramente pasivo, sino que ella colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres».[23] Esta asociación de la Virgen está presente tanto en la vida terrena de Jesucristo (concepción, nacimiento, muerte y resurrección) como en el tiempo de la Iglesia.

14. El dogma de la Inmaculada Concepción destaca la primacía y unicidad de Cristo en la Redención, porque también la primera redimida es redimida por Cristo y transformada por el Espíritu, antes de cualquier posibilidad de una acción propia.[24] Desde esta especial condición de "primera redimida" por Cristo, de "primera transformada" por el Espíritu Santo, es como María puede cooperar más intensa y profundamente con Cristo y con el Espíritu, convirtiéndose en prototipo,[25] modelo y ejemplo de lo que Dios quiere realizar en cada persona redimida.[26]

15. La colaboración de María en la obra de la salvación tiene una estructura trinitaria, porque es el fruto de una iniciativa del Padre, que miró la pequeñez de su Sierva (cf. Lc 1,48); brota de la kenōsis del Hijo, que se humilló tomando la forma de Siervo (cf. Flp 2,7-8) y es efecto de la gracia del Espíritu Santo (cf. Lc 1,28.30), que dispuso el corazón de la joven de Nazaret para responder en la Anunciación y a lo largo de toda su vida de comunión con su Hijo. San Pablo VI enseñaba que «en la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de Él: por Él, Dios Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del Espíritu Santo que no fueron concedidos a ningún otro».[27] El sí de María no es una simple condición previa a algo que podría haberse llevado a cabo sin su consentimiento y colaboración. Su maternidad no es simplemente biológica y pasiva,[28] sino que es una maternidad «plenamente activa»[29] que se une al misterio salvífico de Cristo como instrumento querido por el Padre en su proyecto de salvación. Ella «es la garantía de que Él, en cuanto "nacido de mujer" (Ga 4,4), es auténtico hombre, pero ella es también, desde la proclamación del dogma de Nicea, la Theotókos, la que da a luz a Dios».[30]

Títulos referidos a la cooperación de María en la salvación

16. Entre los títulos con los que se ha invocado a María (Madre de la Misericordia, Esperanza de los pobres, Auxilio de los cristianos, Socorro, Abogada, etc.) hay algunos que hacen referencia, en mayor medida, a su cooperación en la obra redentora de Cristo, como por ejemplo Corredentora y Mediadora.

Corredentora

17. El título de Corredentora aparece en el siglo XV como corrección a la invocación de Redentora (abreviación de Madre del Redentor) que María venía recibiendo desde el siglo X. San Bernardo asigna a María un papel al pie de la cruz que da lugar al título de Corredentora que aparece por primera vez en un himno anónimo del siglo XV en Salzburgo.[31] Aunque la denominación de Redentora se había mantenido durante los siglos XVI y XVII, desapareció totalmente en el XVIII para ser sustituida por Corredentora. La investigación teológica de la cooperación de María en la Redención, durante la primera mitad del siglo XX, llevó a ahondar más en el contenido del título de Corredentora.[32]

18. Algunos Pontífices han utilizado este título sin detenerse demasiado a explicarlo.[33] Generalmente lo han presentado de dos maneras precisas: en relación con la maternidad divina, en cuanto María como madre ha hecho posible la Redención realizada en Cristo[34], o bien en referencia a su unión con Cristo junto a la cruz redentora.[35] El Concilio Vaticano II evitó utilizar el título de Corredentora por razones dogmáticas, pastorales y ecuménicas. San Juan Pablo II lo utilizó, al menos en siete ocasiones, relacionándolo especialmente con el valor salvífico de nuestro dolor ofrecido junto al de Cristo, al cual se une María sobre todo en la cruz.[36]

19. En la Feria IV del 21 de febrero de 1996, el Prefecto de la entonces Congregación para la Doctrina de la Fe, el Cardenal Joseph Ratzinger, ante la pregunta de si era aceptable la petición del movimiento Vox Populi Mariae Mediatrici para una definición del dogma de María como Corredentora o Mediadora de todas las gracias, respondió en su voto particular: «Negativo. El significado preciso de los títulos no es claro y la doctrina en ellos contenida no está madura. Una doctrina definida de fe divina pertenece al depósito de la fe, es decir a la revelación divina vehiculada en la Escritura y en la tradición apostólica. Sin embargo, no se ve de un modo claro cómo la doctrina expresada en los títulos esté presente en la Escritura y en la tradición apostólica».[37]Más adelante, en 2002, expresó públicamente su opinión contraria al uso de este título: «La fórmula "Corredentora" se aleja demasiado del lenguaje de las Escrituras y de la patrística y, por tanto, provoca malentendidos... Todo procede de Él, como dicen sobre todo las epístolas a los Efesios y a los Colosenses. María es lo que es gracias a Él. La palabra "Corredentora" ensombrecería ese origen». El Cardenal Ratzinger no negaba que hubiese buenas intenciones y aspectos valiosos en la propuesta de uso de este título, pero sostenía que era «un vocablo erróneo»[38].

20. El entonces Cardenal mencionaba las Epístolas a los Efesios y a los Colosenses, donde el vocabulario utilizado y el dinamismo teológico de los himnos presenta, de tal modo, la centralidad redentora única y la fontalidad del Hijo encarnado que queda excluida la posibilidad de agregarle otras mediaciones, porque «toda clase de bendiciones espirituales» nos son donadas «en Cristo» (Ef 1,3), porque somos por Él hijos adoptivos (cf. Ef 1,5) y en Él fuimos agraciados (cf. Ef 1,6), «por su sangre, tenemos la redención» (Ef 1,7) y Él «ha derrochado sobre nosotros» (Ef 1,8) su gracia. En Él «hemos heredado también» (Ef 1,11) y estábamos predestinados. Y Dios ha querido que en Él «residiera toda la plenitud» (Col 1,19) y «por Él y para Él quiso reconciliar todas las cosas» (Col 1,20). Semejante alabanza, sobre el lugar único de Cristo, invita a situar a cualquier criatura en un lugar claramente receptivo y a una religiosa y delicada cautela a la hora de plantear cualquier forma de posible cooperación en el ámbito de la Redención.

21. El Papa Francisco expresó, al menos tres veces, su posición claramente contraria al uso del título de Corredentora, alegando que María «jamás quiso para sí tomar algo de su Hijo. Jamás se presentó como co-redentora. No, discípula».[39]La obra redentora ha sido perfecta y no necesita añadido alguno. Por ello, «nuestra Señora no quiso quitarle ningún título a Jesús [...]. No pidió para sí misma ser cuasi-redentora o una co-redentora: no. El Redentor es uno solo y este título no se duplica».[40] Cristo «es el único Redentor: no hay co-redentores con Cristo»,[41] porque «el sacrificio de la cruz, ofrecido con corazón amante y obediente, presenta una satisfacción sobreabundante e infinita».[42] Si bien nosotros podemos prolongar en el mundo sus efectos (cf. Col 1,24), ni la Iglesia ni María pueden reemplazar, o perfeccionar, la obra redentora del Hijo de Dios encarnado, que ha sido perfecta y no necesita añadidos.

22. Teniendo en cuenta la necesidad de explicar el papel subordinado de María a Cristo en la obra de la Redención, es siempre inoportuno el uso del título de Corredentora para definir la cooperación de María. Este título corre el riesgo de oscurecer la única mediación salvífica de Cristo y, por tanto, puede generar confusión y un desequilibrio en la armonía de verdades de la fe cristiana, porque «no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos» (Hch 4,12). Cuando una expresión requiere muchas y constantes explicaciones, para evitar que se desvíe de un significado correcto, no presta un servicio a la fe del Pueblo de Dios y se vuelve inconveniente. En este caso, no ayuda a ensalzar a María como la primera y máxima colaboradora en la obra de la Redención y de la gracia, porque el peligro de oscurecer el lugar exclusivo de Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre por nuestra salvación, único capaz de ofrecer al Padre un sacrificio de valor infinito, no sería un verdadero honor a la Madre. En efecto, ella, como «esclava del Señor» (Lc 1,38), nos señala a Cristo y nos pide hacer«lo que Él os diga» (Jn 2,5).

Mediadora

23. El concepto de mediación se utiliza en la patrística oriental a partir del siglo VI. En siglos posteriores, san Andrés de Creta[43], san Germán de Constantinopla[44] y san Juan Damasceno[45] utilizan este título con diferentes significados. En Occidente, desde el siglo XII se hace más frecuente su uso, aunque no será hasta el siglo XVII cuando se enuncie como tesis doctrinal. En 1921 el Cardenal Mercier, Arzobispo de Malinas, con la colaboración científica de la Universidad Católica de Lovaina y el apoyo de obispos, del clero y del pueblo belga, pidió al Papa Benedicto XV la definición dogmática de la mediación universal de María, pero el Papa no accedió. Sólo aprobó una fiesta con la misa propia y el oficio de María Mediadora.[46] Desde entonces hasta el año 1950 se desarrolló una investigación teológica sobre la cuestión, que llegará hasta la fase preparatoria del Concilio Vaticano II. El Concilio no entró en declaraciones dogmáticas[47] sino que prefirió presentar una extensa síntesis «de la doctrina católica sobre el puesto que María Santísima ocupa en el misterio de Cristo y de la Iglesia».[48]

24. La sentencia bíblica referida a la exclusiva mediación de Cristo es contundente. Cristo es el único Mediador, «pues Dios es uno, y único también el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús, que se entregó en rescate por todos» (1 Tm 2,5-6). La Iglesia ha explicado este lugar único de Cristo porque, siendo el Hijo eterno e infinito, a Él está unida hipostáticamente la Humanidad que asumió. Este lugar es exclusivo de esa Humanidad y las consecuencias que de ello se derivan sólo pueden aplicarse a Cristo. En este sentido preciso, el papel del Verbo encarnado es exclusivo y único. Ante tal claridad en la Palabra revelada, se requiere una especial prudencia en la aplicación de esta expresión, "Mediadora", a María. Frente a una tendencia a ampliar los alcances de la cooperación de María a partir de este término, es conveniente precisar tanto su valioso alcance como sus límites.

25. Por una parte, no podemos ignorar que existe un uso muy común de la palabra "mediación" en los órdenes más variados de la vida social, donde se entiende simplemente como cooperación, ayuda, intercesión. Por consiguiente, es inevitable que se aplique a María en sentido subordinado y de ningún modo pretende añadir alguna eficacia, o potencia, a la única mediación de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

26. Por otra parte, es evidente que hubo una forma de real mediación de María para hacer posible la verdadera Encarnación del Hijo de Dios en nuestra humanidad, porque se requería que el Redentor fuera «nacido de mujer» (Ga 4,4). El relato de la Anunciación muestra que no se trató de una mediación únicamente biológica ya que destaca la presencia activa de María preguntando (cf. Lc 1,29.34) y aceptando con una firme decisión: «hágase» (Lc 1,38). Esa respuesta de María abrió las puertas de la Redención que toda la humanidad esperaba y que los santos han descrito con poético dramatismo.[49] También en las bodas de Caná María cumple una función mediadora cuando presenta a Jesús la necesidad de los novios (cf. Jn 2,3) y cuando pide a los servidores que sigan las indicaciones de Jesús (cf. Jn 2,5).

27. La terminología de la mediación en el Concilio Vaticano II aparece referida sobre todo a Cristo y, a veces, también a María, pero de manera claramente subordinada.[50] De hecho, para ella se prefirió usar otra terminología centrada en la cooperación[51] o en la ayuda maternal.[52] La enseñanza del Concilio formula claramente la perspectiva de la intercesión materna de María, con expresiones como «múltiple intercesión» y «protección maternal».[53] Estos dos aspectos unidos configuran lo específico de la cooperación de María en la acción de Cristo por el Espíritu.En sentido estricto, no podemos hablar de otra mediación en la gracia que no sea la del Hijo de Dios encarnado.[54] Por eso es necesario recordar siempre, y no oscurecer, la convicción cristiana que «debe ser firmemente creída, como dato perenne de la fe de la Iglesia, la proclamación de Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único salvador, que en su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la salvación, que tiene en Él su plenitud y su centro».[55]

María en la mediación única de Cristo

28. Al mismo tiempo, necesitamos recordar que la unicidad de la mediación de Cristo es "inclusiva", es decir, Cristo posibilita diversas formas de participación en el cumplimiento de su proyecto salvífico porque, en la comunión con Él, todos podemos ser, de alguna manera, cooperadores de Dios, "mediadores" unos para con otros (cf. 1 Co 3,9). Precisamente porque Cristo tiene un poder infinitamente supremo, Él puede promover a sus hermanos para hacerles capaces de una verdadera cooperación en la realización de sus designios. El Concilio Vaticano II sostuvo que «la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente».[56] Por ello «se debe profundizar el contenido de esta mediación participada, siempre bajo la norma del principio de la única mediación de Cristo».[57] Es verdad que la Iglesia prolonga en el tiempo y comunica, en todas partes, los efectos del acontecimiento pascual de Cristo[58] y que María tiene un lugar único en el corazón de la Iglesia madre.[59]

29. La participación de María en la obra de Cristo resulta evidente si se parte de esta convicción de que el Señor resucitado promueve, transforma y capacita a los creyentes para que colaboren con Él en su obra. Esto no ocurre por una debilidad, incapacidad o necesidad de Cristo mismo, sino precisamente por su glorioso poder, que es capaz de asumirnos, generosa y gratuitamente, como colaboradores en su obra. Aquello que se debe destacar en este caso es, precisamente, lo siguiente: que cuando Él nos permite que le acompañemos y que, bajo el impulso de su gracia, demos lo mejor de nosotros mismos, son su propio poder y su misericordia los que, en definitiva, son glorificados.

Fecundos en el Cristo glorioso

30. Particularmente iluminador es el texto:«El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre» (Jn 14,12). Los creyentes, unidos al Cristo resucitado, que ha vuelto al seno del Padre, pueden realizar obras que superan los prodigios del Jesús terreno, pero siempre gracias a su unión con Cristo glorioso por la fe. Es lo que se manifestó, por ejemplo, en la admirable expansión de la Iglesia primitiva, porque el Resucitado hizo partícipe a su Iglesia en esta obra suya (cf. Mc 16,15). De este modo su gloria no se vio disminuida, sino que se manifestó más todavía, mostrándose como un poder capaz de transformar a los creyentes, volviéndolos fecundos junto con Él.

31. En los Padres de la Iglesia esta idea encontró una peculiar expresión en el comentario a Jn 7,37-39, porque algunos interpretaron la promesa de los «ríos de agua viva» como referida a los creyentes. Es decir, los propios creyentes, transformados por la gracia de Cristo, se convierten en manantiales para los demás. Orígenes explicaba que el Señor cumple lo que anunció en Jn 7,38 porque hace brotar de nosotros corrientes de agua: «el alma del ser humano, que es a imagen de Dios, puede contener en sí y producir de sí pozos, fuentes y ríos».[60] San Ambrosio recomendaba beber del costado abierto de Cristo «para que abunde en ti la fuente de agua que salta a la vida eterna».[61] Santo Tomás de Aquino lo expresaba afirmando que, si un creyente «se apresura a comunicar a otros diversos dones de la gracia que recibió de Dios, de su seno fluyen aguas vivas».[62]

32. Si esto vale para cada creyente, cuya cooperación con Cristo se vuelve cada vez más fecunda cuanto más se deja transformar por la gracia, con mayor razón debe afirmarse de María, de un modo único y supremo. Ella es la «llena de gracia» (Lc 1,28) que, sin poner obstáculos a la obra de Dios, dijo: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Ella es la Madre que dio al mundo al Autor de la Redención y de la gracia, que se mantuvo firme junto a la cruz (cf. Jn 19,25), sufriendo junto al Hijo, ofreciendo el dolor de su corazón materno atravesado por la espada (cf. Lc 2,35). Ella estuvo unida a Cristo desde la Encarnación hasta la cruz y la Resurrección de un modo exclusivo y superior a cuanto podría ocurrir con cualquier creyente.

33. Todo esto no por méritos propios, sino porque a ella se aplicaron plenamente de forma peculiar y anticipada los méritos de Cristo en la cruz, para gloria del único Señor y Salvador.[63] Ella es, en definitiva, un canto a la eficacia de la gracia de Dios, de modo que cualquier reconocimiento a su hermosura remite inmediatamente a la glorificación del origen fontal de todo bien: la Trinidad. La grandeza incomparable de María está en lo que ha recibido, y en su confiada disponibilidad para dejarse invadir por el Espíritu. Cuando nos esforzamos en atribuirle a ella funciones activas paralelas a las de Cristo, nos alejamos de esa incomparable hermosura que es específica suya. La expresión "mediación participada" puede expresar un sentido preciso y valioso del lugar de María, pero inadecuadamente comprendida podría, fácilmente, oscurecerlo y hasta contradecirlo. La mediación de Cristo, que bajo algunos aspectos puede ser "inclusiva" o participada, bajo otros aspectos es exclusiva e incomunicable.

Madre de los creyentes

34. En el caso de María, esta mediación se realiza en forma maternal[64], tal como hizo en Caná[65] y como quedó ratificada en la cruz.[66] Así lo explicaba el Papa Francisco: «Ella es la Madre. Y este es el título que recibió de Jesús, justo ahí, en el momento de la cruz (cf. Jn 19,25-27). Tus hijos, tú eres Madre. [...] Recibió el don de ser su Madre y el deber de acompañarnos como Madre, de ser nuestra Madre».[67]

35. El título de Madre hunde sus raíces en la Sagrada Escritura y en los Santos Padres, es propuesto por el Magisterio y la formulación de su contenido ha ido en progreso hasta la exposición del Concilio Vaticano II[68] y la expresión maternidad espiritual en la encíclica Redemptoris Mater.[69] Esta maternidad espiritual de María brota de su maternidad física del Hijo de Dios. Engendrando físicamente a Cristo, a partir de su aceptación libre y creyente de esta misión, la Virgen engendraba en la fe a todos los cristianos que son miembros del Cuerpo místico de Cristo, es decir, engendraba al Cristo total, cabeza y miembros.[70]

36. La participación de la Virgen María, como Madre, en la vida de su Hijo, desde la Encarnación hasta la cruz y la Resurrección, da un carácter único y singular a su cooperación en la obra redentora de Cristo,de manera especial para la Iglesia, «cuando considera la Maternidad espiritual de María para con todos los miembros del Cuerpo místico; en confiada invocación, cuando experimenta la intercesión de su Abogada y Auxiliadora».[71] Este aspecto materno es el que caracteriza la relación de la Virgen con Cristo y su colaboración en todos los momentos de la obra de la salvación. En su misión como Madre, María tiene una relación singular con el Redentor y, también, con los que han sido redimidos, de los cuales ella misma es la primera. «María es typos (modelo) de la Iglesia y del nuevo nacimiento que ha de acaecer en ella», pero aún más, ella es símbolo y «compendio de esta misma Iglesia».[72] Es una maternidad que nace del don total de sí y de la llamada a convertirse en servidora del misterio.[73] En esta maternidad de María se sintetiza cuanto podemos decir de la maternidad según la gracia y del lugar actual de María en la Iglesia entera.

37. La maternidad espiritual de María tiene unas características determinadas:

a) Encuentra su fundamento en el hecho de ser Madre de Dios y se prolonga en la maternidad para con los discípulos de Cristo[74] y aún con todos los seres humanos.[75] En este sentido la cooperación de María es singular y se distingue de las cooperaciones de «las demás criaturas».[76] Su intercesión tiene una característica que no es la de una mediación sacerdotal, como aquella de Cristo, sino que se sitúa en el orden y la analogía de la maternidad.[77]Asociando la intercesión de María a su obra, los dones que nos llegan del Señor se nos presentan con un aspecto materno, cargados de la ternura y de la cercanía de la Madre[78] que Jesús ha querido compartir con nosotros (cf. Jn 19,27).

b) La cooperación materna de María es en Cristo, y por tanto participada, es decir, «como una participación de esta única fuente que es la mediación de Cristo mismo».[79] María entra de una manera del todo personal en la única mediación de Cristo.[80] La función materna de María «de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia. En efecto, todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los hombres» brota de la «sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia».[81] En su maternidad, María no es un obstáculo interpuesto entre los seres humanos y Cristo; al contrario, su función materna está indisolublemente unida a la de Cristo y orientada a Él. Así entendida, la maternidad de María no pretende debilitar la única adoración que se debe solamente a Cristo, sino estimularla.[82] Por ello se deben evitar los títulos y expresiones referidas a María que la presenten como una especie de "pararrayos" ante la justicia del Señor, como si María fuese una alternativa necesaria ante la insuficiente misericordia de Dios. El Concilio Vaticano II reafirmó cómo debía ser el culto dado a María: «un culto orientado al centro cristológico de la fe cristiana, de modo que "mientras es honrada la Madre, el Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado"».[83] En definitiva, la maternidad de María está subordinada[84] a la elección del Padre, a la obra de Cristo y a la acción del Espíritu Santo.

c) La Iglesia no es sólo un punto de referencia para la maternidad espiritual de María sino que es, precisamente en la dimensión sacramental de la Iglesia, donde se desarrolla siempre su función materna.[85] María actúa con la Iglesia, en la Iglesia y para la Iglesia. El ejercicio de su maternidad se encuentra en la comunión eclesial y no fuera de ella; conduce a la Iglesia y la acompaña. La Iglesia aprende de María la propia maternidad[86]: en la acogida de la Palabra de Dios que evangeliza, convierte y anuncia a Cristo; en el don de la vida sacramental del Bautismo y de la Eucaristía, y en la educación y formación maternal que ayuda a nacer y a crecer a los hijos de Dios.[87] Por eso, se puede decir que «la fecundidad de la Iglesia es la misma fecundidad de María; y se realiza en la existencia de sus miembros en la medida en que estos reviven, "en pequeño", lo que vivió la Madre, es decir, que aman con el amor de Jesús».[88]Como Madre, al igual que la Iglesia, María espera que Cristo sea engendrado en nosotros,[89] no ocupa su lugar. Por ello, «gracias al inmenso manantial que mana del costado abierto de Cristo, la Iglesia, María y todos los creyentes, de diferentes maneras, se convierten en canales de agua viva. Así Cristo mismo despliega su gloria en nuestra pequeñez».[90]

Intercesión

38. María está unida a Cristo de un modo único por su maternidad y por ser llena de gracia. Esto se insinúa en el saludo del ángel (cf. Lc 1,28) cuando utiliza una palabra (kecharitōmenē) que es única y exclusiva en toda la Biblia. Ella, la que acogió en su vientre la fuerza del Espíritu Santo y fue Madre de Dios, se convierte, por ese mismo Espíritu, en Madre de la Iglesia.[91] Por esa unión peculiar en la maternidad y en la gracia, su oración por nosotros tiene un valor y una eficacia que no se pueden comparar con cualquier otra intercesión. San Juan Pablo II relacionaba el título de "mediadora" con esta función de intercesión materna. Porque ella «se pone"en medio", o sea hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede —más bien "tiene el derecho de"— hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres».[92]

39. La fe católica lee en las Escrituras que quienes están junto a Dios en el cielo pueden seguir realizando estos actos de amor, intercediendo por nosotros y acompañándonos. Vemos, por ejemplo, que los ángeles son «espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación» (Hb 1,14). Se habla de misiones cumplidas por ángeles (cf. Tb 5,4; 12,12; Hch 12,7-11; Ap 8,3-5). Hay ángeles auxiliando a Jesús en el desierto de las tentaciones (cf. Mt 4,11) y en la pasión (cf. Lc 22,43). En el Salmo se nos promete que «a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos» (Sal 91,11).

40. Estos textos nos indican que el cielo no está completamente separado de la tierra. Esto abre la posibilidad de la intercesión por nosotros a quienes están en el cielo. El Libro de Zacarías nos presenta un ángel de Dios que dice: «Señor del universo, ¿hasta cuándo seguirás sin compadecerte de Jerusalén y de las ciudades de Judá contra las que te enojaste durante setenta años?» (Za 1,12). De modo análogo, el Apocalipsis nos habla de los "degollados", los mártires en el cielo, que intervienen pidiendo a Dios que actúe en la tierra para liberarnos de las injusticias: «Vi debajo del altar las almas de los degollados por causa de la Palabra de Dios y del testimonio que mantenían. Y gritaban con voz potente: "¿Hasta cuándo, dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin vengar nuestra sangre de los habitantes de la tierra?"» (Ap 6,9-10). Ya en la tradición judeo-helenística aparecía la convicción de que los justos fallecidos interceden por el pueblo (cf. 2 M 15,12-14).

41. María, que en el cielo ama al «resto de sus hijos» (Ap 12,17), así como acompañaba la oración de los apóstoles cuando recibieron el Espíritu Santo (cf. Hch 1,14), también ahora, acompaña nuestras plegarias con su intercesión materna. De este modo, continúa la actitud de servicio y compasión que mostraba en las bodas de Caná (cf. Jn 2,1-11) y hoy sigue dirigiéndose a Jesús para decirle: «No tienen vino» (Jn 2,3). En su canto de alabanza vemos a María como una mujer de su pueblo, que alaba a Dios porque «enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes» (Lc 1,52-53), porque «auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia—como lo había prometido a nuestros padres» (Lc 1,54-55), y reconocemos su prontitud cuando se acerca sin demora para ayudar a su prima Isabel (cf. Lc 1,39-40). Por eso el Pueblo de Dios confía firmemente en su intercesión.

42. Entre los elegidos y glorificados junto a Cristo está en primer lugar la Madre, por eso podemos afirmar que existe una colaboración única de María en la obra salvífica que Cristo realiza en su Iglesia. Se trata de una intercesión que la convierte en signo materno de la misericordia del Señor. De esta manera, porque así Él libremente lo ha querido, el Señor otorga a su propia acción en nosotros un rostro materno.[93]

Cercanía materna

43. La presencia de las diversas advocaciones, de las imágenes y de los santuarios marianos manifiestan esa maternidad real de María que se hace cercana a la vida de sus hijos. Sirva como ejemplo la manifestación de la Madre al indio san Juan Diego en el monte del Tepeyac. María lo llama con las palabras tiernas de una madre: «Hijito mío el más pequeño, mi Juanito». Y, ante las dificultades que san Juan Diego le manifiesta para llevar a cabo la misión encomendada, María le revela la fuerza de su maternidad: «¿No estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre? [...]. ¿Qué no estás en mi regazo, en el cruce de mis brazos?».[94]

44. Esa experiencia del afecto maternal de María, que vivió san Juan Diego, es la experiencia personal de los cristianos que reciben el afecto de María y que ponen en sus manos«las necesidades de la vida de cada día y abren confiados su corazón para solicitar su intercesión maternal y obtener su tranquilizadora protección».[95] Más allá de las manifestaciones extraordinarias de su cercanía, existen expresiones cotidianas constantes de su maternidad en la vida de todos sus hijos. Aun cuando no pedimos su intercesión, ella se muestra cercana como Madre, para ayudarnos a reconocer el amor del Padre, a contemplar la entrega salvadora de Cristo, a acoger la acción santificadora del Espíritu. Es tan grande su valor para la Iglesia que los pastores deben evitar cualquier instrumentación política de esta cercanía de la Madre. El Papa Francisco lo advirtió, en diversas ocasiones, y mostró su preocupación por «las propuestas de tinte ideológico-cultural de diverso signo que quieren apropiarse del encuentro de un pueblo con su madre».[96]

Madre de la gracia

45. Este sentido de "Madre de los creyentes" permite hablar de una acción de María también en relación con nuestra vida de la gracia. Pero conviene advertir que ciertas expresiones, que pueden ser teológicamente aceptables, fácilmente se cargan de un imaginario y un simbolismo que transmite, de hecho, otros contenidos menos aceptables. Por ejemplo, se presenta a María como si ella tuviera un depósito de gracia separado de Dios, donde no se percibe tan claramente que el Señor, en su generosa y libre omnipotencia, ha querido asociarla a la comunicación de esa vida divina que brota de un único centro que es el Corazón de Cristo, no de María.[97] También es frecuente que ella sea presentada o imaginada como una fuente de donde mana toda gracia. Si se tiene en cuenta que la inhabitación trinitaria (gracia increada) y la participación de la vida divina (gracia creada) son inseparables, no podemos pensar que este misterio pueda estar condicionado por un "paso" a través de las manos de María. Imaginarios de este tipo enaltecen a María de tal modo que la centralidad del mismo Cristo puede desaparecer o, al menos, resultar condicionada. El Cardenal Ratzinger expresó que el título de María mediadora de todas las gracias tampoco se veía claramente fundado en la Revelación,[98] y en sintonía con esta convicción podemos reconocer las dificultades que conlleva tanto en la reflexión teológica como en la espiritualidad.

46. Para evitar estas dificultades, la maternidad de María en el orden de la gracia debe entenderse como dispositiva. Por una parte, por su carácter de intercesión,[99]ya que la intercesión materna es expresión de esa «protección maternal»[100] que permite reconocer en Cristo el único Mediador entre Dios y los hombres. Por otra parte, su presencia materna