Opinión

Visita a Constantinopla

por Jaime Nubiola 03-11-2025
Imagen gentileza de Ben Kerckx. Pixabay

A finales de agosto de 1870, el científico y filósofo estadounidense Charles S. Peirce (1839-1911) pasó unos pocos días en la ciudad de Constantinopla, que pertenecía entonces al Imperio Otomano. Se conservan tres cartas de Peirce a su esposa Zina describiendo en detalle su experiencia en esta ciudad cosmopolita. Copio de la carta del 2 de septiembre: «Este es un lugar de aspecto muy extraño. Por todas partes hay ante mis ojos una marea tal de completa novedad que no tengo tiempo para acostumbrarme a ella, ni siquiera el suficiente como para describirla. ¿Por dónde empezaré?».

Algo así me ha pasado a mí en mis tres días en esta ciudad. Vine invitado por la Prof. Nazli Inönu, de la Universidad de Estambul, como ponente del congreso internacional «Charles Sanders Peirce in Istanbul» (23-24 octubre 2025). El núcleo de asistentes estaba compuesto por turcos y búlgaros, pues en ambos países está creciendo notablemente el interés por este autor norteamericano y por el pragmatismo.

Lo primero que me llamó la atención fue la magnificencia y el tamaño del aeropuerto, al parecer el más grande de Europa. Hay que pensar que Estambul tiene 15 millones de habitantes y Turquía algo más de 85. Lo segundo que me impresionó fue el inmenso atasco para cubrir los 50 kilómetros que separan el aeropuerto del hotel en el que me alojaba en el antiguo barrio de Pera, en torno a la torre de Gálata.

A la mañana siguiente, con la ayuda del GPS pude llegar a misa de 8 en la iglesia de san Antonio de Padua. Se celebraba en inglés en la sacristía con escasa asistencia. Me sorprendió encontrarme allí tres catalanes que regresaban de voluntariado en Camerún mediante Turkish Airlines. Como consideración más general, me ha impresionado que esta inmensa ciudad musulmana fuera durante muchos siglos (¡hasta el 1453!) la cabeza de la Iglesia y del Imperio Romano en Oriente: el Islam ha arrasado la cultura cristiana. En las dos iglesias católicas que pude visitar había un coche de la policía en la puerta, no sé si para proteger o para controlar o para ambas cosas.

Con un taxi —y al día siguiente, paseando— pude llegar a la Facultad de Letras donde tenía lugar el congreso. Mi conferencia sobre «La ciencia como forma de vida según Peirce» quedó digna y distribuí el texto en papel a los treinta asistentes. El ambiente resultaba muy amable, con varios amigos y conocidos. Como cosa sorprendente para el visitante, hay numerosos gatos en la ciudad, en especial dentro de la propia Facultad. Hace 150 años Peirce quedó impresionado con los millares de perros sueltos que había entonces en la ciudad, pero ahora no hay perros, sino gatos.

Al mediodía comimos espléndidamente en el elegante Comedor de profesores y me escapé un rato para visitar la mezquita del sultán Ahmed próxima a la universidad. La visité despacio, descalzándome, y me pareció que era suficiente con esa visita y ya solo admiré por fuera las otras mezquitas más famosas, sin adentrarme en ellas.

Al terminar la jornada pude regresar a pie hasta el hotel. Callejear por el barrio viejo de Fatih es como recorrer un inmenso bazar. Las tiendas abiertas sobre la calle, los tenderos en la puerta fumando, charlando y bebiendo té. Muchedumbres que suben y bajan por las calles empinadas sorteando los escaparates y las basuras, interrumpidos por coches, camionetas y motos. No se puede ir con prisa. Mucha gente joven por todos lados; pocas mujeres vestidas con hiyab y poquísimas con niqab.

Por la noche pude subir al piso undécimo del hotel para admirar la ciudad iluminada con la Torre de Gálata, las grandes mezquitas —sobre todo la Mezquita Azul y la Mezquita de Suleimán—, los puentes sobre el Cuerno de Oro... Realmente sobrecoge la visión nocturna de esta ciudad: el camarero que me abrió el ventanal me decía: «¡Mires a donde mires todo es historia!».

En la segunda jornada ya se había difuminado un tanto la sorpresa inicial. La novedad más relevante fue el chaparrón que me pilló por la calle en el paseo de regreso al término del congreso. No me uní a la cena final, pues se hacía en casa de la organizadora a una hora de distancia. En una ciudad del tamaño de Estambul es algo normal, pero a mi edad se me hacen muy cuesta arriba compromisos de ese tipo.

El universo abigarrado de Constantinopla cambió totalmente al tercer día, cuando pudimos navegar tranquilamente por el Bósforo en el buque Üsküdar Valide Sultan. Pudimos admirar tanto la moderna Estambul como los palacios de los sultanes en ambas orillas. Me venía a la memoria la famosa «Canción del pirata» que escribió Espronceda en 1835 y que en mi infancia sabíamos todos los bachilleres:

Con diez cañones por banda,

viento en popa a toda vela,

no corta el mar, sino vuela

un velero bergantín;

[...]

y ve el capitán pirata,

cantando alegre en la popa,

Asia a un lado, al otro Europa,

y allá a su frente Estambul.

Al recorrer el Bósforo y admirar la ciudad de Constantinopla se comprende bien que fuera por muchos siglos la capital de un imperio. Ahora lo cruzan cargueros rusos y búlgaros que nos recuerdan la cercana guerra en Ucrania. En su carta del 2 de septiembre de 1870 Peirce escribe a su esposa: «Constantinopla es desde todo punto posible el lugar más bello y fascinante en el que he estado hasta ahora» Y dos días después al marchar en barco hacia Sicilia escribe: «La ciudad es preciosa, aunque las mezquitas con sus minaretes son demasiado parecidas. Sin embargo, difiero por completo de la persona que dijo que, cuando has visto Constantinopla desde las cercanías, date la vuelta y no destruyas la ilusión entrando en ella. ¡Oh, no! Es por mucho el lugar más encantador en el que he estado hasta ahora».

Mi entusiasmo por la ciudad quizá no es tan grande como el de Peirce, pero sin duda han merecido la pena el congreso y la visita.

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