Opinión

Mirando en retrospectiva

por P. Ronald Rolheiser 10-08-2022
Mirando en retrospectiva

En un pasaje especialmente conmovedor de su poema La hoja y la nube, Mary Oliver se imagina de pie ante la tumba de su madre y su padre, reflexionando sobre sus vidas. No eran perfectos ni mucho menos, y ella no endulza sus defectos. Nombra abiertamente la pesadez del alma de su madre y la fe inmadura de su padre. Sabe que muchas de sus propias luchas tienen sus raíces allí. Sin embargo, no visita sus tumbas para culparlos. Está allí para darles un beso de despedida sincero, en paz por fin con sus vidas poco perfectas y su influencia en ella. Les agradece todo, lo bueno y lo malo, les desea lo mejor en la tierra profunda, y luego dice: "Pero no les daré el beso de la complicidad. No les daré la responsabilidad de mi vida".

A todos nosotros nos vendría bien hacer este tipo de viaje en retrospectiva para revisar nuestra primera formación religiosa. Una tumba interesante. Desgraciadamente, muchos de nosotros nunca nos quedamos allí suficiente tiempo como para aclarar realmente lo que nos bendijo y lo que nos hirió cuando algunos agentes humanos muy falibles nos presentaron a Dios. Hoy en día es común (casi de moda) que la gente mire sólo negativamente hacia su primera formación religiosa. De hecho, muchos hablan de estar "en una fase de recuperación" de la misma y a menudo culpan de todo tipo de infelicidad y neurosis en sus vidas a esa temprana formación religiosa.

Sin duda, algo de esto es válido, la primera formación religiosa deja una marca permanente en nosotros. Sin embargo, nos debemos a nosotros mismos, a nuestros padres, a nuestros primeros maestros, el ordenar con honestidad los aspectos positivos y negativos de nuestra temprana formación religiosa y, como Mary Oliver, hacer las paces con ella, aunque no podamos darle el beso de la complicidad.

¿Cuál es mi propia historia? Para mí, el despertar a la conciencia y el despertar a Dios y a la Iglesia estaban estrechamente relacionados. El catolicismo romano de la época era el aire que respiraba de niño, y éste era el catolicismo romano anterior al Vaticano II, un catolicismo repleto de aspectos positivos y negativos. La espiritualidad de mi infancia era de verdades absolutas, de reglas no negociables, de fuertes exigencias, de tribalismo y de una limitada inclusión. Nosotros, y sólo nosotros, constituíamos la única fe verdadera. Además, todo esto estaba respaldado por un Dios que vigilaba escrupulosamente cada una de tus acciones, que no te daba fácilmente permiso para equivocarte, que mantenía el sexto mandamiento por encima de todos los demás, que utilizaba la vergüenza como arma y que fruncía el ceño la mayor parte del tiempo.

Pero eso no era todo. Había otra cara. La familia, la comunidad y la iglesia donde fui bautizado tenían unos lazos comunitarios que la mayoría de las comunidades de hoy sólo pueden envidiar. Realmente formabas parte de un cuerpo, una familia y una comunidad que encarnaba un sentido de trascendencia que hacía de la fe algo natural, y de la comunidad parte de tu propia identidad. Te sabías hijo de Dios y sabías también que eras una criatura moral con verdaderas responsabilidades hacia los demás y hacia Dios. Conocías tu importancia eterna, tu dignidad esencial y la responsabilidad moral que conlleva, y no podías eximirte de ella.

Lo que todo esto hizo fue cimentar nuestra existencia en una verdad humana, moral y religiosa fundamental y no negociable, a saber, que nuestra vida no era simplemente nuestra para hacer lo que quisiéramos. Sabías de un modo que no podías ignorar, salvo por infidelidad, que eras constitutivamente social, interdependiente, eclesial, y que Dios te puso en esta tierra no sólo para que te dieras una buena vida. Tenías una vocación, un cierto deber de servir, y Dios, la familia, la comunidad y la iglesia podían pedirte que entregaras tu vida. Hoy, veo esta marca particular en mi alma como uno de los más preciosos regalos que recibí de la espiritualidad de mi infancia. Cualquier demonio que viniera con eso lo valía.

Además los demonios pueden ser expulsados y la mayoría de los que estaban enterrados en la catequesis de mi infancia han sido lentamente exorcizados a través de los años. ¿Cómo lo conseguí? Muchas cosas: años de estudio y enseñanza de teología, lectura de buena literatura, tener buenos directores espirituales, constatar una saludable robustez y alegría en las mujeres y hombres de fe, perseverar en mi propio y tenaz (y nada perfecto) intento de ser fiel a la oración, a la Eucaristía y a la comunidad eclesial durante siete décadas, y, no menos importante, la gracia de Dios.

Hoy en día, miro hacia atrás en mi primera formación religiosa de una manera en la que los aspectos negativos son eclipsados por los positivos. Estoy agradecido por todo ello, incluso por su rigidez inicial, su timidez, su tribalismo, su temor y su falso miedo a Dios, porque algo dentro de todo eso me cimentó y me enseñó lo que es importante en última instancia. De hecho, la rigidez, la timidez, el tribalismo y el exceso de precaución no son un mal punto de partida, porque una vez que se aflojan, eres libre para el resto de tu vida. ¡No es un regalo pequeño!