Opinión

¿Cómo sabemos que Dios existe?

por P. Ronald Rolheiser 01-12-2025
Imagen gentileza de Artem Belinsky. Unsplash

Hace poco escuchaba un programa religioso en la radio cuando alguien llamó y preguntó: «¿Cómo sabemos que Dios existe?». Buena pregunta.

El locutor respondió que lo sabemos por la fe. No es mala respuesta, pero hay que aclarar cómo lo sabemos por la fe.

En primer lugar, ¿qué significa saber algo? Si creemos que saber algo significa ser capaz de visualizarlo de alguna manera, comprenderlo e imaginar su existencia, entonces, en este lado de la eternidad, nunca podremos conocer a Dios. ¿Por qué?

Porque Dios es inefable. Esa es la primera verdad innegociable que debemos aceptar sobre Dios y significa que Dios, por definición, está más allá de nuestra imaginación. Dios es infinito y lo infinito nunca puede ser circunscrito o capturado en un concepto. Intenta imaginar el número más alto que sea posible contar. La naturaleza y la existencia de Dios nunca pueden ser conceptualizadas o imaginadas. Pero pueden ser conocidas.

El conocimiento no siempre está en la cabeza, no es algo que podamos explicar, poseer en una imagen y expresar con palabras. A veces, especialmente con las cosas que tocan los misterios más profundos de la vida, sabemos más allá de nuestra cabeza y nuestro corazón. Este saber está en nuestras entrañas, es algo que se siente como un imperativo moral, un empujón, una llamada, una obligación, una voz que nos dice lo que debemos hacer para ser fieles. Es ahí donde conocemos a Dios, más allá de cualquier comprensión imaginativa, intelectual o incluso afectiva.

Las verdades reveladas sobre Dios en las Escrituras, en la tradición cristiana y en el testimonio de las vidas de los mártires y santos, simplemente expresan algo que ya sabemos, como dicen los místicos, de una manera oculta.

Entonces, ¿cómo podríamos demostrar la existencia de Dios?

Escribí mi tesis doctoral precisamente sobre esa cuestión. En ella, abordo las pruebas clásicas de la existencia de Dios tal y como las vemos articuladas en la filosofía occidental. Por ejemplo, Tomás de Aquino intentó demostrar la existencia de Dios con cinco argumentos distintos.

He aquí uno de ellos: imagina que vas caminando por una carretera, ves una piedra y te preguntas: ¿cómo ha llegado ahí? Dada la cruda realidad de una piedra, puedes responder simplemente que siempre ha estado ahí. Sin embargo, imagina que vas caminando por una carretera y ves un reloj que sigue marcando la hora. ¿Puedes seguir diciendo que siempre ha estado ahí? No, no puede haber estado siempre ahí porque tiene un diseño inteligente que alguien debe haber incorporado y está marcando las horas, lo que significa que no puede haber estado ahí desde siempre.

Aquino nos pide entonces que apliquemos esto a nuestra propia existencia y al universo. La creación tiene un diseño increíblemente inteligente y, como sabemos por la física contemporánea, no ha existido siempre. Algo o alguien con inteligencia nos ha dado a nosotros y al universo un comienzo histórico y un diseño inteligente. ¿Quién?

¿Qué peso tiene un argumento como este? Hubo una vez un famoso debate en la radio BBC de Inglaterra entre Frederick Copleston, un renombrado filósofo cristiano, y Bertrand Russell, un brillante pensador agnóstico. Después de todo el intercambio de opiniones en su debate, ambos, ateo y creyente, coincidieron en una cosa: si el mundo tiene sentido, entonces Dios existe. Como ateo, Russell estuvo de acuerdo con eso, pero luego añadió que, en última instancia, el mundo no tiene sentido.

La mayoría de los ateos reflexivos aceptan que el mundo no tiene sentido; pero luego, como Albert Camus, se debaten con la pregunta: ¿cómo es posible que no tenga sentido? Si no hay un Dios, ¿cómo podemos decir que es mejor ayudar a un niño que maltratarlo? Si no hay un Dios, ¿cómo podemos fundamentar la racionalidad y la moralidad?

Al final de mi tesis, llegué a la conclusión de que la existencia de Dios no puede demostrarse mediante un argumento racional, un silogismo lógico o una ecuación matemática, aunque todos ellos pueden dar algunas pistas convincentes sobre la existencia de Dios.

Sin embargo, Dios no se encuentra al final de un argumento, un silogismo o una ecuación. La existencia, la vida y el amor de Dios se conocen (se experimentan) dentro de una determinada forma de vida.

En términos sencillos, si vivimos de cierta manera, tal como nos invitan a hacerlo todas las religiones dignas de ese nombre (entre ellas, el cristianismo), es decir, con compasión, altruismo, perdón, generosidad, paciencia, longanimidad, fidelidad y gratitud, entonces conoceremos la existencia de Dios al participar en su propia vida, y no importará si tenemos o no una percepción imaginativa de la existencia de Dios.

¿Por qué creo en Dios? No porque me convenzan especialmente las pruebas de grandes mentes filosóficas como Aquino, Anselmo, Descartes, Leibnitz o Hartshorne. Sus pruebas me parecen intelectualmente intrigantes, pero existencialmente menos persuasivas.

Creo en Dios porque siento su presencia en lo más profundo de mi ser, como una voz silenciosa, como una llamada, una invitación, un imperativo moral que, cuando se escucha y se obedece, trae consigo comunidad, amor, paz y propósito.

Esa es la verdadera prueba de la existencia de Dios.