En una alocución reciente, Josep Borrell, jefe de la inoperante diplomacia europea, anunciaba la adopción de medidas sancionadoras contra «agentes extranjeros» que «intentan manipular el entorno informativo», aduciendo que «si la información es mala, contaminada por la mentira, los ciudadanos no pueden tener cabal conocimiento de la realidad y su juicio político estará sesgado». Pero lo cierto es que la ‘desinformación’ –es decir, la negación u ocultamiento premeditado de la verdad objetiva de las cosas, o su suplantación por un enjambre de bulos, tergiversaciones e intoxicaciones– es el líquido amniótico en que vivimos, nos movemos y existimos. Esta evidencia, que ha quedado desenmascarada durante los años de la plaga coronavírica, se ha acentuado todavía más durante las últimas semanas. El clima bélico reinante nos obliga a convivir diariamente con una montaña ingente de mentiras (pues, como nos enseña Esquilo, la primera víctima de una guerra es siempre la verdad) que la prensa convierte en ‘verdades oficiales’ indiscutibles. El propio Borrell, en algún momento de su desafortunada intervención, afirmó –con característico lapsus freudiano– que él no era «un ministro de la verdad»; pero lo cierto es que todo lo que dijo denotaba exactamente lo contrario.
Esta tenebrosa alocución de Borrell me ha pillado leyendo la interesantísima Apologia pro vita sua, de John Henry Newman, un conmovedor testimonio de la conversión religiosa del autor. La obra contiene algunas reflexiones jugosísimas sobre la ‘economía’ en la dispensación de la verdad que cobran una escalofriante vigencia. Para poder sobrevivir intelectualmente en un medio terriblemente hostil (los ambientes anglicanos ingleses), Newman tuvo que adoptar ciertas cautelas en su expresión oral y escrita que le permitieran mantenerse fiel a la verdad sin caer en las garras de sus demonizadores, que le tendían toda suerte de trampas saduceas. Newman, detractor de la mentira, considera sin embargo que existen algunas especies de engaño ‘atenuado’ que no son moralmente censurables. Así, por ejemplo, el silencio (que en cierto modo es un engaño, pues se simula convenir con algo que secretamente nos repugna), el equívoco (que nos permite elegir un sentido en nuestras palabras distinto al que nuestro perseguidor entiende) o la evasiva, plenamente legítima cuando se nos hacen preguntas impertinentes, capciosas o comprometedoras. En casos especialmente graves, mediando una justa causa (como pueda ser la salvación de nuestra vida o nuestro honor), Newman considera incluso que puede ser lícita la mentira; pues en estos casos, aunque exista una ‘mentira material’, no existe ‘mentira formal’, del mismo modo que la persona que roba pan para alimentar a sus hijos puede cometer un ‘hurto material’, pero no un ‘hurto formal’.
Especialmente interesante, en esta hermenéutica de la ‘economía’ en la dispensación de la verdad que analiza Newman, resulta la cuestión de la restricción o reserva mental. Uno no tiene por qué decir todo lo que piensa sobre determinado asunto, en especial cuando sabe que sus palabras van a ser luego tergiversadas o utilizadas en su contra, por contar entre su público con personas malintencionadas o ingenuas o fácilmente manipulables. Entre los cristianos primitivos, por ejemplo, era un deber observar gran reserva y cautela a la hora de comunicar los misterios de su fe a los paganos. Este principio de economía en la dispensación de la verdad es, desde luego, peligroso, porque se puede abusar de él, incurriendo en la insinceridad y en la astucia. E incluso puede llegar a justificar actitudes gravemente inmorales: pensar que el fin justifica los medios, hacer un mal para lograr un bien, sacrificar la verdad a la conveniencia, etcétera. Sin embargo, el mismo Cristo recomienda no arrojar nuestras perlas a los cerdos, «no sea que las pisoteen con sus patas y después se revuelvan para destrozaros». Y San Pablo distingue expresamente, en dos de sus cartas, entre la leche que es necesaria para que cierta clase de personas elementales se nutra, y el manjar sólido que sólo se puede administrar a otros. Así se hizo en las catequesis practicadas por los primitivos cristianos, en las que se adoptaba la ‘disciplina del arcano’ respecto a doctrinas que los paganos podían malinterpretar, o utilizarlas para que se decretase contra ellos una persecución. De este modo, se ofrecía una instrucción elemental a los paganos (el mandato de la caridad, la necesidad de la penitencia, las parábolas evangélicas más sencillas) que no era en absoluto contradicha por una subsiguiente enseñanza secreta que se reservaba para los iniciados.
Creo que, tristemente, nos hallamos en un momento trágico en que tendremos que volver a practicar esta ‘disciplina del arcano’ en muchas cuestiones.