“Caminante… Se hace camino al andar”, dice la canción. Ciertamente, el paso de los días, de las semanas, de los meses y años, de las actividades, los problemas y crisis parece corroborarlo. Más aún cuando ese caminante somos cada uno de los que avanzamos poco a poco, a veces sin darnos cuenta; no solo en edad, también en conocimiento, experiencia, ojalá también madurez y bondad interior, y al avanzar nos acercamos a nuestra meta o a nuestras metas.
Sin duda que las personas persiguen metas distintas entre sí y las perseguimos también como comunidades o sociedades. De hecho, sería casi imposible vivir y caminar sin metas a las que tender, en tanto que dar sentido al caminar, con todo lo que implique. Y otro aspecto más, el que tales metas sean de alguna manera alcanzables, da un tono especial al caminar: el de la esperanza. Y como sin esperanza no se puede vivir, se hace casi vital fijar metas que puedan realmente ser conseguidas; de lo contrario, se transformarían en utopías, que, al no lograrse, provocarían, como consecuencia, desencanto para caminar y una pérdida del camino recorrido.
Algunos aspiran a un paraíso en esta vida, a cuyo fin ponen muy diversos medios. Su logro implicaría tener todos los deseos satisfechos y, por otro lado, no envidiar a nadie y vivir en una perfecta hermandad entre sí. Unos creen que el camino para eso es una libertad total orientada a la posesión y disfrute de abundante de riquezas y otros, por el contrario, creen que consiste en la abolición de la propiedad privada y la libertad personal, por ser un elemento riesgoso para la seguridad humana. Ni unos ni otros han logrado el paraíso pues olvidan una verdad nuclear del ser humano: no sólo estamos hechos para el placer material porque poseemos una dimensión material y espiritual, somos libres y, por lo tanto, con derecho a tener posesiones, pero no de manera absoluta, sino que hemos de ajustarnos en su uso a ciertos parámetros y criterios que nos perfeccionan, entre los cuales está la consideración de los demás como potenciales colaboradores y no competidores de la libertad, y por lo tanto, compañeros de camino. Por eso las utopías marxistas y el liberalismo sin freno son exponentes de esto; pretendieron transformar el camino transitorio de la vida en una meta perfecta en sí misma cuando, en realidad, la vida actual es un camino temporal hacia otra meta, la definitiva que es la vida eterna.
Las esperanzas mundanas que pretenden ser absolutas y definitivas terminan defraudando porque nunca se logran del todo. Sólo la esperanza alimentada por la promesa de una gracia tal que nos regale y capacite para la eternidad, permitirá un descanso gozoso. Quisiéramos descansar aquí sin dificultades, cuando lo propio de esta vida es caminar, avanzar, esforzarse, crecer, aprender, levantarse tras las caídas, apoyar a otros y apoyarnos en otros, tener para desprenderse y saber dar, saber para comunicarlo, ganar para “perder” (en la entrega a los demás). Sólo al pasar el umbral de la muerte podremos descansar, por eso la verdadera esperanza es la de la vida eterna y la de las promesas de Dios que nos muestra el camino y que, por cierto, se ha hecho nuestro compañero de camino en Jesús. Tomás de Aquino la define como virtual sobrenatural regalada por Dios: “en cuanto esperamos algo como asequible gracias a la ayuda divina, nuestra esperanza llega hasta Dios mismo, en cuya ayuda nos apoyamos” (Suma Teológica, II-II, q. 17, a. 1, in c).
No es utopía aspirar al bien común y la justicia en esta vida, todo lo contrario, es nuestra obligación, pues en la medida que la sociedad sea más justa, se hace más presente el Reino de Dios. Sin embargo, a pesar de ser una meta imperfecta, al estilo del caminante, la esperanza de lo definitivo ilumina nuestros pasos en el camino y los orienta hacia la meta plena y decisiva.