Gracia barata

01 de julio de 2022

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En la actualidad existe una tensión entre los cristianos que quieren extender la misericordia de Dios a todas partes, aparentemente sin condiciones, y los que son más reticentes y discriminatorios a la hora de dispensarla. La tensión se manifiesta más claramente en nuestros debates sobre quién puede recibir los sacramentos: ¿Quién puede recibir la Eucaristía? ¿Quién puede casarse en una iglesia? ¿A quién se le debe permitir un entierro cristiano? ¿Cuándo debe un sacerdote negar la absolución en la confesión?

 

Sin embargo, esta tensión implica mucho más que la cuestión de a quién se le debe permitir recibir ciertos sacramentos. En última instancia, se trata de cómo entendemos la gracia y la misericordia de Dios. Un claro ejemplo de esto es la creciente oposición que vemos en algunos sectores a la persona y al enfoque del Papa Francisco. Para sus críticos, Francisco es blando y transigente. Para ellos, está dispensando gracia barata, haciendo que Dios y su misericordia sean tan accesibles como el grifo de agua más cercano. El abrazo de Dios para todos. Sin pedir condiciones. Sin exigir un arrepentimiento previo. Sin exigir que haya un cambio en la vida de la persona. Gracia para todos. Sin esfuerzo.

 

¿Qué hay que decir sobre esto? Si dispensamos la gracia y la misericordia de Dios de forma tan indiscriminada, ¿no despoja esto al cristianismo de gran parte de su sal y su levadura? ¿Podemos simplemente abrazar y bendecir a todos sin ninguna exigencia moral? ¿No se supone que el Evangelio debe confrontar?

 

Pues bien, la propia expresión gracia barata es por sí misma una contradicción. No existe la gracia barata.  Toda gracia, por definición, es inmerecida, así como toda gracia, por definición, no pide que se cumplan ciertas condiciones previas para ser ofrecida y recibida. La esencia misma de la gracia es que es un don, gratuito, inmerecido. Y, aunque por su propia naturaleza la gracia suele evocar una respuesta de amor y un cambio de corazón, no los exige por sí misma.

 

No hay un ejemplo más poderoso de esto que la parábola de Jesús del hijo pródigo y su forma de ilustrar cómo la gracia se encuentra con la rebeldía.  Conocemos la historia. El hijo pródigo abandona y rechaza a su padre, toma su herencia no ganada, se va a una tierra extranjera (un lugar alejado de su padre) y despilfarra el dinero buscando el placer. Cuando lo ha malgastado todo, decide volver a su padre, no porque de repente sienta un renovado amor por él, sino, egoísta aún, porque tiene hambre. Y, ya sabemos lo que pasa. Cuando todavía está lejos de la casa de su padre, éste (sin duda anhelando su regreso) sale corriendo a su encuentro y, antes de que su hijo tenga siquiera la oportunidad de disculparse, lo abraza incondicionalmente, lo lleva a su casa y le prepara una celebración especial. ¡Hablando de gracia barata!

 

Fíjate a quién se dirigió esta parábola. Se dirigía a un grupo de religiosos sinceros que estaban disgustados precisamente porque consideraban que al abrazar y comer con los pecadores (sin exigir antes algunas condiciones morales previas) Jesús estaba abaratando la gracia, haciendo el amor y la misericordia de Dios demasiado accesibles, y por tanto menos preciosos. Fíjate también en la reacción de muchos de los contemporáneos de Jesús cuando le veían cenar con pecadores. Por ejemplo, cuando cenó con Zaqueo, el recaudador de impuestos, los Evangelios nos dicen: "Todos los que lo vieron comenzaron a refunfuñar".  Es interesante cómo persiste ese descontento.

 

¿Por qué? ¿Por qué esta ansiedad? ¿Qué subyace en nuestro "refunfuño"?  ¿Preocupación por la verdadera religión? En realidad, no. La raíz más profunda de esta ansiedad no es religiosa, sino que se basa en nuestra naturaleza y en nuestras heridas. Nuestra resistencia al don desnudo, a la gratuidad cruda, al amor incondicional, a la gracia inmerecida, proviene más bien de algo dentro de nuestro ADN instintivo que está endurecido por nuestras heridas. Una combinación de naturaleza y herida imprime en nosotros la creencia de que cualquier regalo, y no sólo el amor y el perdón, necesita ser merecido. En esta vida, ¡no hay comida gratis! En la religión, ¡no hay gracia gratuita! Una conspiración entre nuestra naturaleza y nuestras heridas no deja de recordarnos que no somos dignos de ser amados, y que el amor debe ser merecido; no puede ser gratuito porque somos indignos.

 

Superar esa voz interior que nos recuerda perpetuamente que no somos dignos de ser amados es, en mi opinión, la lucha máxima (psicológica y espiritual) en nuestras vidas. Además, no te dejes engañar por las protestas en contra. Las personas que irradian con ligereza lo adorables que son y hacen protestas en ese sentido, en su mayoría tratan de mantener a raya ese miedo.

 

San Pablo escribió su Epístola a los Romanos como su mensaje de muerte. Dedica los primeros siete capítulos a afirmar una y otra vez que no podemos enderezar nuestra vida. Somos moralmente incapaces. Sin embargo, su repetido énfasis en que no podemos enderezar nuestras vidas es en realidad un montaje para lo que realmente quiere transmitirnos, a saber, que no tenemos que enderezar nuestras vidas. Somos amados a pesar de nuestro pecado, y se nos da todo libremente, gratuitamente, sin tener en cuenta ningún mérito por nuestra parte.

 

Nuestro malestar con la gracia inmerecida tiene su origen más en una inseguridad humana que en una auténtica preocupación religiosa.

 

 

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