La aterradora verdad sobre la que el padre Nault pide a los obispos predicar: el Infierno existe y es eterno

29 de julio de 2022

“Queridos Obispos, ustedes deben predicar por completo el Evangelio de Jesús, incluyendo la trágica realidad del Infierno eterno”, les arengaba el ya fallecido sacerdote canadiense, Marcel Nault, en un discurso que ofrecemos para meditación de nuestros lectores.

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El Papa Francisco predica de forma habitual sobre el demonio y el infierno, una verdad de fe medular en las enseñanzas de Jesús y que en vida han conocido por visiones San Juan Bosco, Santa Faustina Kowalska, Sor Josefa Menéndez, Santa Teresa de Ávila o los pastorcitos de Fátima, entre muchos otros.

 

Pero no todos los pastores de la Iglesia suelen abordar en su evangelización -según enseña el Papa- estas realidades, aunque la omisión tiene dramáticas consecuencias. Así también lo advertía en 1992 el sacerdote canadiense Marcel Nault, en un discurso cuyo contenido se ha hecho viral y que puedes leer completo en un pdf adjunto pulsando aquí.


En la referida alocución con fervor advierte el padre Marcel: “El Infierno existe. El Infierno es eterno... Yo puedo ir al Infierno. Ustedes pueden ir al Infierno. Si algunos de nosotros morimos en pecado mortal, estaremos en el Infierno por toda la eternidad, ardiendo, llorando y gritando sin consuelo. No por un millón de años, sino por billones y billones y billones de años y más allá, por toda la eternidad… Queridos Obispos, por favor, prediquen sobre el Infierno como lo hizo Jesús, Nuestra Señora de Fátima, los Padres y los Doctores de la Iglesia y salvarán a muchas almas. Quien salva a un alma, salva a su propia alma.”

 

Tres visiones de cómo es el infierno

 

 

Durante su tercera aparición a los pastorcitos el 13 de julio de 1917, la Virgen de Fátima les mostró el infierno. Experiencia que luego la Sierva de Dios Sor Lucía de Fátima relataría en sus Memorias así:

 

Al decir estas últimas palabras, abrió de nuevo las manos, como en los dos meses anteriores. El reflejo pareció penetrar en la tierra y vimos como un gran mar de fuego. Sumergidos en ese fuego, los demonios y las almas, como si fueses brasas transparentes y negras o bronceadas, con forma humana, que fluctuaban en el incendio, llevadas por las llamas que de ellas mismas salían junto con nubes de humo, cayendo por todos los lados, semejante al caer de las chispas en los grandes (incendios), sin peso ni equilibrio, entre giros y gemidos de dolor y desesperanza que horrorizaba y hacía estremecer de pavor (¡Debió ser al enfrentarme con esta imagen que di ese grito ahí! Dicen haberme oído). Los demonios se distinguían por formas horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes como carbones negros en la brasa. Asustados y como pidiendo socorro, levantamos la vista hacia Nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza: «Visteis el infierno, a donde van las almas de los pobres pecadores; para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os diga, se salvarán muchas almas y tendrán paz»”.

 

 

En forma semejante a lo vivido por los pastorcitos de Fátima -luego de la visión que Dios le permitió-, así lo describe Santa Teresa de Ávila en su autobiografía: “La entrada me parecía un callejón largo y estrecho, como un horno muy bajo, oscuro y angosto; el suelo, un lodo de suciedad y de un olor a alcantarilla en la que había una gran cantidad de reptiles repugnantes. En la pared del fondo había una cavidad como de un armario pequeño encastrado en el muro, donde me sentí encerrar en un espacio muy estrecho. Pero todo esto era un espectáculo agradable en comparación con lo que tuve que sufrir” […] Lo que estoy a punto de decir, sin embargo, me parece que no se pueda ni siquiera describirlo ni entenderlo: sentía en el alma un fuego de tal violencia que no sé cómo poderlo referir; el cuerpo estaba atormentado por intolerables dolores que, incluso habiendo sufrido en esta vida algunos graves […] todo es incomparable con lo que sufrí allí entonces, sobre todo al pensar que estos tormentos no terminarían nunca y no darían tregua. […] Estaba en un lugar pestilente, sin esperanza alguna de consuelo, sin la posibilidad de sentarme y extender los miembros, encerrada como estaba en esa especie de hueco en el muro. Las misas paredes, horribles a la vista, se me venían encima como sofocándome. No había luz, sino unas tinieblas densísimas.”

 

También Santa Faustina Kowalska testimonia en su “Diario” la visión que tuvo del infierno: “Es un lugar de grandes tormentos en toda su extensión espantosamente grande. Estas son las varias penas que he visto: la primera pena, la que constituye el infierno, es la pérdida de Dios; la segunda, los continuos remordimientos de conciencia; la tercera, la conciencia de que esa suerte no cambiará nunca; la cuarta pena es el fuego que penetra el alma, pero que no la aniquila; es una pena terrible: es un fuego puramente espiritual, encendido por la ira de Dios; la quinta pena es la oscuridad continua, un hedor horrible y sofocante, y aunque está oscuro, los demonios y las almas condenadas se ven entre sí y ven todo el mal propio y de los demás; la sexta pena es la compañía continua de Satanás; la séptima pena es la tremenda desesperación, el odio a Dios, las imprecaciones, las maldiciones, las blasfemias. (…) Estas son penas que todos los condenados sufren juntos, pero esto no es el final de los tormentos. Hay tormentos particulares para varias almas que son los tormentos de los sentidos. Cada alma, con lo que ha pecado, es atormentada de forma tremenda e indescriptible. Hay cavernas horribles, vorágines de tormentos, donde cada suplicio es distinto del otro. Haría muerto a la vista de esas horribles torturas si no me hubiese sostenido la omnipotencia de Dios. Que el pecador sepa que con el sentido con el que haya pecado será torturado por toda la eternidad. Escribo esto por orden de Dios, para que ningún alma se justifique diciendo que el infierno no existe, o que nadie ha estado nunca y que nadie sabe cómo es”.

 

Lo que la Iglesia enseña

 

 

En los numerales 1033 al 1037 del Catecismo la Iglesia católica concentra parte de su doctrina sobre el infierno, afirmando en primer lugar: “Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra ‘infierno’".

 

 

La doctrina de la Iglesia tiene sus raíces en la verdad revelada por Jesús. Así, el Evangelio de Mateo cita una enseñanza explícita del Hijo de Dios sobre la realidad del infierno, en el capítulo 25 los versículos 40 al 46: "«En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis». Entonces dirá también a los de su izquierda: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis» … E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna."

 

 

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