Los días 27 y 28 de agosto la Iglesia católica celebra, respectivamente, las memorias litúrgicas de santa Mónica y san Agustín, madre e hijo, dos figuras fundamentales del cristianismo antiguo. Es de sobra conocido que la juventud de Agustín fue complicada –por decirlo suavemente–, haciendo sufrir y llorar a la mujer que lo engendró, hasta que por fin tuvo lugar su conversión al cristianismo. Sin embargo, muchos no saben que uno de los principales motivos del dolor de Mónica fue la pertenencia de su hijo al maniqueísmo, una herejía de la época.

 

¿San Agustín perteneció a una secta?

 

Cuando hablamos de "sectas" utilizamos un término cuyo sentido contemporáneo no equivale a su uso en la Antigüedad. Hoy está determinado, principalmente, por las aportaciones de la Sociología en el siglo XIX y de la Psicología en el siglo XX. La primera disciplina, en cuanto al carácter del grupo observa la novedad, la ruptura con un colectivo mayor, el liderazgo carismático, el fuerte compromiso de los miembros... La segunda analiza la forma de captar y adoctrinar a las personas, con estrategias de manipulación.

 

Los términos equivalentes en épocas anteriores –"secta" en latín y "hairesis" en griego, principalmente– tenían un significado más subjetivo, pues no estaban determinados por una observación externa e imparcial, sino más bien por cuestiones confesionales. Hablar de secta en el contexto cristiano, por ejemplo, era hablar de una herejía, una desviación en la doctrina y en la praxis, un planteamiento heterodoxo que se apartaba de lo creído y practicado por la gran Iglesia. Lo que conllevaba una ruptura de la comunión ("cisma").

 

En este sentido, sí podemos considerar que san Agustín fue adepto de una secta: el maniqueísmo. En su búsqueda incansable de la verdad, se unió a este movimiento herético en Cartago (África proconsular) cuando tenía 19 años, y no lo abandonó hasta los 28. Según su propio testimonio, no llegó a ser miembro de pleno derecho, pues no completó los ritos de iniciación, pero sí se mantuvo como "oyente", que era el paso previo.

 

La realidad del maniqueísmo

 

 

Los maniqueos fueron llamados así por seguir los postulados de Manes (o Mani), un pensador persa del siglo III que, en palabras de Eusebio de Cesarea, "pretendió erigirse como un Cristo y se proclamó a sí mismo como el verdadero Paráclito o Espíritu Santo". Su principal distorsión de la fe consistía en entender la realidad de manera totalmente dualista, aplicando las ideas de Zoroastro: el bien y el mal, la luz y la oscuridad... Dios no está por encima de todo, sino que está en el "lado bueno", en eterna lucha con el "lado malo" de todo lo que existe.

 

Los maniqueos, aplicando estas doctrinas, daban toda la importancia a lo espiritual, despreciando lo material, en una línea de pensamiento totalmente gnóstico, impregnado además de panteísmo (creer que todo es Dios). Porque, para ellos, el mal –y no Dios– es el principio creador de la materia. De esta forma, todo lo material sería negativo, y también el cuerpo humano sería algo malo.

 

Un trayecto intelectual y espiritual accidentado

 

 

Todo esto lo conocemos por una obra fundamental de san Agustín: sus Confesiones. No sólo se trata de un escrito de suma importancia entre los libros de este Padre de la Iglesia –título que se da a los principales autores cristianos de los primeros siglos–, sino que supone una novedad en la Historia de la Literatura, al ser considerada la primera gran autobiografía.

 

A Agustín, de padre pagano y madre cristiana, no le satisfacía intelectualmente la fe que le había intentado transmitir Mónica, por lo que emprendió una búsqueda de la verdad a partir de la lectura de Cicerón. Pero su primera apuesta fue un error, tal como hemos visto: en Cartago, ciudad a la que acudió para estudiar, se unió a los maniqueos. Con el tiempo, empezó a descubrir el engaño de la secta, que terminó abandonando cuando se dio cuenta de que no era capaz de contestar a sus preguntas más importantes.

 

"Vine a dar en manos de unos hombres tan soberbios como extravagantes, y además de eso, carnales y habladores, en cuyas lenguas estaban ocultos los lazos del demonio", explicará años después en el Libro III de sus Confesiones. "Me decían muchas falsedades... me presentaban unas ficciones brillantes y especiosas". Y así, "vine poco a poco a dar insensiblemente en aquellas extravagancias y desvaríos", por lo que se refiere a sí mismo en aquel momento como "infeliz y miserable".

 

"Estuve yo casi por espacio de nueve años revolcándome en lo profundo del cieno, y rodeado de tinieblas de error y falsedad", reconoce, diciendo que Dios permitió "que me envolviese y revolviese todavía más en aquella espesa oscuridad de mis errores". Y añade: "viví engañado y engañando a otros". Hasta que se desengañó al conocer a Fausto, un maniqueo célebre, y abandonó la secta. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que no abrazó el cristianismo tras dejar a los maniqueos, sino que se unió al neoplatonismo, otra doctrina que rechazaría finalmente.

 

El papel de su madre

 

 

¿Su salida de la secta se debió solamente al propio trayecto intelectual, al empeño personal de san Agustín? Desde la perspectiva de la fe, está claro que su razón fue iluminada por Dios, que acabó abriendo su corazón a la verdad. Sin embargo, hubo una mediación fundamental en toda esta historia, y fue la de santa Mónica, tal como explica en sus Confesiones el propio autor.

 

Dirigiéndose a Dios, exclama: "desde lo alto del cielo extendisteis vuestra mano poderosa y sacasteis a mi alma de una profundidad tan oscura y tenebrosa como ésta, habiendo mi madre, vuestra sierva fiel, derramado delante de Vos más lágrimas por mí que las otras madres por la muerte corporal de sus hijos". Porque Mónica, según su hijo, "veía la muerte de mi alma".

 

Los errores familiares (típicos) que superó santa Mónica

 

 

Es muy significativo algo que comenta el propio Agustín: su madre le había prohibido habitar en la casa familiar "por lo mucho que ella aborrecía y detestaba los errores y blasfemias de mi secta". Pero tuvo un sueño –que san Agustín considera procedente del mismo Dios– que hizo cambiar la actitud de Mónica: "la consolasteis tanto que me permitió vivir en su compañía, comer a su mesa y habitar en su casa".

 

Otra cosa que intentó su madre fue que un obispo hablara con el joven maniqueo para "impugnar mis errores hasta desengañarme de mis falsos dogmas y perversa doctrina, y enseñarme la buena y verdadera". Pero fue en vano, porque con gran acierto se negó a hacerlo. Algo que comenta así Agustín: "se portó prudentemente, respondiendo a mi madre, según supe después, que estaba yo todavía incapaz de admitir otra doctrina, porque estaba muy embelesado en la novedad de aquella herejía maniquea".

 

Éste fue, según transcribe el obispo de Hipona en su obra autobiográfica, el consejo del sabio obispo a Mónica: "Dejadle por ahora en su error, y no hagáis más diligencia que rogar a Dios por él, que él mismo, continuando en estudiar y leer, llegará a conocer cuán enorme es el error e impiedad de la secta maniquea". Un buen criterio procedente de alguien que también había pertenecido a aquel movimiento, introducido por su propia madre.

 

La clave de las lágrimas

 

Obviamente –y como es común actualmente en las familias afectadas por la pertenencia de uno de sus miembros a una secta–, las explicaciones del obispo no fueron suficientes para Mónica, que acabó escuchando de sus labios las siguientes palabras de aliento: "Déjame, mujer, así Dios te dé vida, que es imposible que un hijo de tantas lágrimas perezca". Una frase que supuso el bálsamo que su corazón de madre necesitaba, y que "recibió como si hubieran sonado desde el cielo", tal como leemos en las Confesiones.

 

La mediación de santa Mónica fue fundamental, y con dos simples elementos que se entreveraron en su situación agónica: las lágrimas y la oración. Los consejos de aquel obispo apuntaron a unas pocas intuiciones fundamentales, válidas tanto ayer como hoy ante el hecho desconcertante de la captación sectaria de un familiar: cuidar la convivencia y la comunicación, no entrar en la dialéctica y la discusión, y rogar a Dios para que el adepto se dé cuenta de su estado y tenga la fuerza para salir.

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