Del 6 al 24 de julio he tenido la oportunidad de estar casi tres semanas en la Universidad de Harvard, revisando documentos relacionados con los viajes europeos de Charles S. Peirce que se conservan en la Houghton Library. En el Departamento de Filosofía me asignaron la Bechtel Room para que pudiera trabajar tranquilamente rodeado de los cuadros de venerables profesores del siglo pasado: George H. Palmer, Josiah Royce, William James, George Santayana, Alfred N. Whitehead, etc.

 

Llevo treinta años acudiendo periódicamente a Harvard y lo que más me ha llamado la atención en esta ocasión ha sido la «turistificación» de la Universidad. Harvard recibe del orden de un millón de visitantes al año que recorren admirados el Harvard Yard y algunos de los lugares más emblemáticos. Me ha hecho pensar el que una universidad se convierta en un polo de atracción turística para millares de personas cuyos hijos jamás podrán estudiar en ella.

 

También me ha impresionado una vez más comprobar la amabilidad de todas las personas con las que me he encontrado o cruzado por la calle: siempre hay una sonrisa amable o un saludo. En el Harvard Alumni Day del pasado mayo una activista arrojó un frasco de purpurina al presidente interino, Alan M. Garber, como protesta por los experimentos con monos que se hacen en un laboratorio médico de la Universidad. Garber reaccionó con tranquilidad y elegancia ante la inesperada agresión, y continuó su discurso diciendo: «Espero que Harvard siga siendo siempre un lugar donde la libertad de expresión siga prosperando».

 

Otras dos cosas más quiero mencionar de estos días. Por una parte, me emocionó encontrar en un cuaderno de aforismos, que fue coleccionando Charles S. Peirce, una anotación suya del 17 de marzo de 1888: “La máxima mejor al escribir quizá sea realmente la de amar a tu lector por sí mismo” (MS 891). Desde hace muchos años he tomado esta recomendación como una norma permanente para mi escritura. He intentado siempre esforzarme en lograr una claridad y una sencillez que hiciera posible una buena comunicación: que mis lectores entiendan lo que quiero decirles. No siempre se consigue. A veces hay temas muy enrevesados y oscuros. A menudo pienso que si no soy capaz de explicar el asunto de que se trate con claridad es que no lo he estudiado suficiente. Amar a quienes nos leen se opone a agredirles. Invitarles a pensar, transmitir una inquietud no es, no puede ser, como dar una bofetada.

 

Por otra parte, como en contraste, el pasado domingo tuve ocasión de visitar el campus de la prestigiosa Rice University de Houston, una de las más afamadas de Texas. Pude admirar los magníficos centros médicos que rodean la Universidad y que —como dicen ellos y los creo— constituyen el lugar más importante del mundo en sanidad. Sin embargo, lo que más me llamó la atención en la visita fue el letrero que leí en un camión enorme estacionado junto al estupendo estadio de fútbol americano de la Universidad. Debe de utilizarlo el equipo de fútbol Rice Owls para el traslado de sus materiales. El lema que aparecía con caracteres grandes en el lateral del camión era «The home of intellectual brutality» [El hogar de la brutalidad intelectual]. Me pareció que ese lema refleja algo muy profundo de la psicología americana: se trata de actuar brutalmente, pero con inteligencia para conseguir más eficazmente los objetivos.

 

A mí lo de la «brutalidad intelectual» me parece un oxímoron, una contradicción en las propias palabras, aunque hoy en día los jóvenes en España dicen que una clase ha sido «brutal» cuando les ha gustado, de modo semejante a como en Argentina puede decirse que una clase ha sido «bárbara». Por supuesto, no suelo usar en este sentido el calificativo «brutal», pues tiene su origen en los brutos, en los animales que no piensan.

 

En todo caso ese lema del equipo de fútbol da que pensar, en particular sobre el lugar de la violencia en los Estados Unidos, en estos días en los que hemos visto, entre otras cosas, el intento de asesinato del ex presidente Donald Trump.

 

 

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