Las pavorosas noticias que llegan del Líbano, de Gaza o de Ucrania encogen el corazón: toda la inteligencia humana puesta al servicio de dañar al país enemigo, sin que importe la aniquilación de la población civil, incluso la matanza de los niños que nada tienen que ver con la guerra. Al mismo tiempo, Europa —que padeció dos terribles guerras internas en el pasado siglo— no hace realmente nada en favor de la paz en estos conflictos que se desarrollan en su periferia; más bien se dedica a alimentar la guerra vendiendo armas a los países contendientes.

 

Estoy leyendo en estas semanas el volumen de la correspondencia que mantuvieron el escritor austríaco Stefan Zweig (1881-1942) y el autor francés Romain Rolland (1866-1944), que acaba de aparecer en Acantilado bajo el título «De un mundo a otro mundo». Se trata de la correspondencia cruzada entre dos autores de primera categoría de países enfrentados entre sí en la Gran Guerra, la que después sería llamada «Primera Guerra Mundial» (1914-1918). Ambos escritores deseaban persuadir al mundo de la importancia del diálogo para la paz y con esa finalidad planeaban organizar una reunión en Suiza de intelectuales de los diversos países beligerantes.

 

Después de cuatro meses de guerra, Rolland escribe desde Ginebra a Zweig el 27 de octubre de 1914 advirtiéndole que ha tanteado el terreno y ha comprobado que los intelectuales alemanes están persuadidos de estar en la verdad. Añade: «Es imposible discutir con quien ya está convencido de no estar equivocado. Ojalá hubiera un poco de humildad intelectual, por una parte y por la otra. Es la virtud de la que más carente está el mundo. […] Las generaciones actuales están enfermas de orgullo. No saben dudar» (p. 83). No tuvieron éxito Rolland y Zweig en su intento de organizar una reunión de intelectuales de todos los países en favor de la paz.

 

Pero, lo que venía insistentemente a mi cabeza y a mi corazón es la pregunta acerca de dónde están hoy —ciento diez años después— los intelectuales en favor de la paz. Más aún, ¿dónde están los pacifistas? ¿Qué estamos haciendo quienes defendemos la paz? Me añadía una experta profesora: «¿Qué estamos haciendo los profesores, educadores de los ciudadanos del mañana entre los que están los futuros dirigentes políticos? ¿Enseñamos a los alumnos a huir siempre de la confrontación —o choque violento— (en las aulas, en los patios, en los pasillos, etc., y en sus casas con sus padres y hermanos, o con los vecinos) aunque uno tenga toneladas de razón, y acudir al diálogo?».

 

Además, me quedaba perplejo ante la consideración de que los movimientos ecologistas —que mueven a tantas personas a cuidar y salvar a los animales y plantas— son del todo inoperantes para detener las guerras. Incluso la denominada batalla contra el cambio climático —que tan en boca está de todos los políticos— me parecía una añagaza para no afrontar esas otras guerras mucho más mortíferas. Alguien me advirtió que en la famosa agenda 2030 sobre el desarrollo sostenible se dedica el objetivo 16 a «Paz, justicia e instituciones fuertes», pero no se dice nada de la fabricación y venta de armas que tantos ingresos genera a los países ricos: solo se habla de reducir el flujo o el tráfico de armas ilícitas.

 

Como es bien conocido los cristianos medievales desarrollaron una profunda reflexión acerca de la guerra justa, recogida incluso por el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2309). Sin embargo, lo que ha cambiado en las últimas décadas completamente es la propia realidad de la guerra: nos encontramos ante una guerra total en la que todo vale con tal de destruir al enemigo. La bomba atómica, la tecnología de última generación, la sofisticada guerra electrónica sugiere que ya no puede haber guerras justas dado el poder de destrucción de los medios modernos. Así lo afirma el papa Francisco en la encíclica Fratelli tutti, n. 258.

 

Cuando hace cincuenta años hice el servicio militar para ser oficial de complemento del ejército español, aprendí la famosa sentencia de Clausewitz en el manual de estrategia: “La guerra es la continuación de la política por otros medios”. Lamentablemente vemos que es así y por eso con el paso de los años esa afirmación me ha parecido cada vez más trágica. Incluso, para algunos la guerra es, sobre todo, la continuación de los negocios, pues pretenden ganar muchísimo dinero con la venta de armas o con la reconstrucción de las regiones destruidas

 

No a la guerra. Nunca la guerra. Los intelectuales hemos de repetirlo con insistencia y amabilidad de múltiples maneras. Todos podemos trabajar por la paz y erradicar de nuestro entorno cualquier forma de violencia, semilla de guerra. Querer la paz significa trabajar por ella.

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