El pasado jueves estuve en la interesante conferencia de Mary Harrington en el Ateneu Barcelonès que llevaba por título «¿El progreso es una creencia o un hecho?». Me encantó asistir. Fue una breve intervención de treinta minutos, seguida de otra media hora de animado coloquio, que ponía de manifiesto la curiosa mezcla de progreso tecnológico y del supuesto progreso moral que ha presidido el desarrollo de nuestra sociedad en las últimas décadas. Como es sabido, la idea de progreso atraviesa los dos últimos siglos de la cultura occidental, pero a estas alturas del siglo XXI casi todos nos cuestionamos qué es realmente el progreso y qué novedades son sanas y cuáles directamente nocivas.
Acudí a la conferencia porque el lunes precedente había podido leer la excelente entrevista que le había hecho Lluis Amiguet en «La Vanguardia» (20 mayo 2024). En aquella entrevista se destacaba entre otras cosas cómo la maternidad había transformado el feminismo de Mary Harrington: «Al ser madre me quedaron claras algunas razones de por qué las cosas son como son. En cambio, el feminismo radical no asume la maternidad. No hay un feminismo promaternal». En su conferencia —que se ha publicado en Substack— nos decía Harrington que ella no cree en el progreso, porque la mentalidad progresista pone en el centro de su atención la tecnología, y eso lo hace a costa del descarrío moral, de hacernos menos humanos.
Lo fascinante es que Harrington llegó a esta conclusión a raíz de su maternidad: «Mi forma de entrar en todo esto, en mi propio trabajo, fue reflexionando sobre el problema del progreso desde un punto de vista feminista y también maternal. Pasé mi juventud como progresista: abracé lo que podríamos llamar «feminismo de revista», que promueve una versión simplificada de la concepción liberal de lo que es una persona, desarrollada a partir de Rousseau. En esta visión se supone que estamos separados por defecto y optamos por la relación a través de una especie de «contrato social». También adopté el supuesto por defecto del feminismo de revista, que se centra en gran medida en las formas en que la comprensión popular de la persona liberal moderna excluía históricamente a las mujeres, y trata de extender estos bienes a las mujeres para que podamos ser tan libres de cargas y tan activas como los hombres».
Y añadía a renglón seguido: «Llegué tarde a la maternidad, a los 38 años. Fue duro, pero también transformador. Llegué a sentirme rehecha en la experiencia de la relación con mi hijo y a través de la vida familiar, pero, lo que es más importante, de un modo radicalmente opuesto a la ideología del progreso. Descubrí que cuando amas a un bebé dependiente de forma tan visceral que morirías por él, la «libertad» en este sentido no significa nada. Mientras tanto, el hecho de casi morir en el parto me curó de cualquier creencia persistente de que el sexo pudiera estar construido socialmente. Pero como madre primeriza y feminista, luché por entender lo marginal que es la maternidad para el feminismo moderno. No podía conectar el concepto rousseauniano de persona liberal con mi experiencia de no pertenecerme a mí misma. Porque en la medida en que mi bebé me necesitaba, yo ya no era libre, pero resultó que no me importaba».
Realmente es una descripción hermosa acerca de cómo una experiencia vital tan intensa como es la maternidad es capaz de reorganizar toda la concepción de la vida. Harrington ha escrito recientemente el libro «Feminism Against Progress» (Regnery, 2024) que acabo de encargar, pues seguro que puedo aprender mucho sobre esa confrontación entre la noción moderna de progreso y un feminismo enraizado vitalmente en la maternidad.
Esta mañana he leído en el libro de Fabrice Hadjadj «La suerte de haber nacido en nuestro tiempo» (Rialp, 2021): «Hoy en día la misión más espiritual es volver a descubrir la carne, desarrollar —como decía Juan Pablo II— una verdadera «teología del sexo» y, sobre todo, una teología de la mujer y de la maternidad. Es precisamente la maternidad la que sufre el ataque más directo, porque lo femenino, con la capacidad que le es propia y que consiste en llevar a otro en su seno y asumir los dolores del alumbramiento, es la figura principal del apostolado en tiempos de apocalipsis» (p. 58).
Me impresionan estas reflexiones sobre la maternidad y me impresiona también la declaración de Harrington en la entrevista citada: «La revolución sexual que empezó en los sesenta no fue un avance moral porque la hemos perdido las mujeres, ya que solo fue una etapa más de la industrialización en la que la tecnología pasó de industrializar el mundo a industrializar nuestros cuerpos». Da mucho que pensar.