En una convocatoria electoral reciente, causó repudio que diversas personas que habían perpetrado delitos sangrientos concurriesen como candidatos. En aquel repudio, sin embargo, asomaba la desenfocada ‘ética’ de nuestra época; pues se pretendía que aquellas personas eran «indignas» por el mero hecho de haber perpetrado tales delitos. La indignidad de aquellas personas nada tenía que ver, en realidad, con los delitos sangrientos que hubiesen podido cometer en el pasado, sino con su adhesión vigente a tales crímenes. Que personas que cometieron crímenes en el pasado concurran a unas elecciones puede, incluso, resultar muy aleccionador, si esas personas antes han abjurado de ellos. Pues nada hay tan edificante como un criminal arrepentido; nada merece tanto respeto como una persona que reconoce sus faltas y muestra un sincero propósito de enmienda.

 

Recientemente, otro candidato valenciano que había cometido veinte años atrás un delito mucho más leve –proferir injurias y amenazas contra su mujer– ha sido excluido de un pacto de gobierno. Tal desvarío ‘ético’ ha sido impuesto como condición inexcusable por uno de los partidos firmantes del pacto; ha sido aceptado sin demasiada resistencia por el partido al que pertenecía el candidato; y todo ello ha ocurrido ante la estólida aprobación de la sociedad española, que ha extraviado por completo las categorías morales. Como nos enseña don Quijote, no puede haber auténtico sentido de la justicia allí donde no se tiene en cuenta «la depravada naturaleza nuestra»; y tratar como un apestado a alguien que hace veinte años injurió o amenazó (con amenazas nunca cumplidas, por cierto) a su mujer nos parece una crasa aberración moral. No sólo porque ese hombre haya cumplido la condena que, en su día, un tribunal le asignó, saldando su deuda; sino, sobre todo, porque ninguna persona puede ser estigmatizada por los errores que cometió veinte años atrás, si se ha separado de ellos.

 

Nuestras faltas y errores, por graves o repelentes que sean, no nos acompañan de por vida, como si fuesen manchas indelebles. Podemos separarnos de ellos para siempre, abjurando de nuestros errores, arrepintiéndonos de nuestras faltas; y nadie tiene derecho a colgarnos un sambenito perenne que los recuerde cuando hemos renunciado a ellos, cuando hemos renegado de ellos. Si no entendemos este elemental principio moral, vamos a convertir nuestra convivencia en un infierno; vamos a hacer de nuestra vida un repulsivo cementerio de culpas no reconocidas. Y digo ‘cementerio de culpas’ porque no conozco a ninguna persona que disfrute de naturaleza angélica: todos participamos de la misma «depravada naturaleza» y, por lo tanto, todos cometemos errores y faltas de los que –si esa depravación no nos ha gangrenado por completo– podemos arrepentirnos. Pero si nuestra época nos obliga a fingir puritanamente una naturaleza angélica, por temor a convertirnos en apestados para siempre, acabaremos convertidos en monstruos que ocultan morbosamente un horrendo desván de podredumbre que irá gangrenando nuestras almas, porque serán faltas y errores que nunca serán reconocidos, que nunca serán expiados; faltas y errores por los que nunca seremos castigados, faltas y errores de los que nunca nos podremos arrepentir. Si esta es la forma de civilización que preconiza nuestra época, prefiero la más sórdida de las barbaries.

 

Como saben las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan, profeso una religión que considera que el pecado confesado y llorado adecuadamente queda abolido para siempre; y que desde ese mismo instante el hombre que lo cometió nace de nuevo. Pero para entender que los hombres pueden nacer de nuevo, con tan sólo abjurar de sus errores y arrepentirse de sus faltas, no hace falta profesar ninguna religión; basta con tener un poco de magnanimidad y de conocimiento de la «depravada naturaleza nuestra». Si fingimos que nuestra naturaleza es angélica y no está sometida a las debilidades y tropiezos propios de la naturaleza humana, sólo lograremos construir un mundo irrespirable, donde los errores y las faltas serán cada vez más monstruosos, donde nadie renegará ni se arrepentirá de lo que antaño hizo, donde el puritanismo y el resentimiento formarán una amalgama siniestra, creando personas sin sentimiento de culpa que se dedicarán a fiscalizar frenéticamente las culpas ajenas. Un mundo enfermo y neurótico, sin piedad ni perdón, donde los criminales más horrendos podrán confundirse con santos, con tan sólo ocultar sus crímenes; y donde hasta los santos más sinceros (o sobre todo ellos) podrán ser estigmatizados, con tan sólo reconocerse pecadores.

 

Un mundo abominable que merece ser aniquilado cuanto antes y para siempre.

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