Tal vez el rasgo más distintivo de nuestra época –siquiera en el plano moral, pero son consecuencias inevitables en todas las facetas del existir– sea el abandono de la razón y la exaltación de las emociones. Se ha impuesto la idea de que toda decisión moral no es un juicio de la razón práctica, sino la expresión de lo que los sentimientos de cada quisque considera correcto en cada momento. Y si el emotivismo ha reemplazado las elecciones morales, era inevitable que terminase reemplazando también la fe religiosa, convertida en un puro sentimentalismo.

 

Así la definen los propios jerarcas religiosos, que para quejarse de tal o cual agresión blasfema dicen que «hiere los sentimientos religiosos». Parece como si la fe religiosa fuese un conjunto (un batiburrillo, más bien) de sensaciones, emociones y estados de ánimo… una menestra sentimental que nos mantiene en trance y nos vuelve vulnerables o susceptibles o quisquillosos. Pero lo cierto es que la fe religiosa nada tiene que ver con semejante menestra para ofendiditos; la fe es un asentimiento de la razón a una serie de misterios que se juzgan verdaderos, no un sentimiento o emoción que brota de las simas del subconsciente. Si la fe fuese 'sentimiento religioso' sería tan sólo puro irracionalismo, creencia ciega en el absurdo, puro subjetivismo y en la arbitrariedad. En este sentido, que las leyes protejan los 'sentimientos religiosos' es tan delirante como que protejan las melonadas de un señor que se siente Napoleón o Rita la Cantaora.

 

Pero lo cierto es que el sentimiento se ha convertido, en detrimento de la razón, en la medida de todas las cosas. Cada vez hay más gente que se confiesa católica porque 'se siente católica', no porque esté convencida de serlo. Pero 'sentirse católico' es tan grotesco como sentirse Sophia Loren, cuando uno tiene perendengues, barba frondosa y barrigón cervecero. La verdad de las cosas nada tiene que ver con lo que sintamos, nada tiene que ver con nuestra 'experiencia personal'. Por supuesto, en el origen de la fe religiosa nos encontramos con un sentimiento de indigencia, de pequeñez y dependencia absoluta; pero ese sentimiento –tal vez el primero y más natural en el ser humano– enseguida es confirmado por la razón, que al estudiar la naturaleza se reconoce apabullada e incapaz de comprender todos sus misterios; y en este reconocimiento no tarda en reconocer también la existencia de otro ser superior capaz de comprender tales misterios, capaz incluso de concebirlos, crearlos y regirlos. Luego, a su vez, ese reconocimiento (que es adhesión del intelecto) puede concluir en una experiencia mística o 'encuentro personal' con Dios; pero, en honor a la verdad, tal experiencia mística la logran unas pocas personas elegidas (y pretender venderla como una experiencia low cost para todo quisque, como hace el sentimentalismo religioso, es charlatanería y quimera). Pero entre esa experiencia primera de indigencia y esa experiencia mística última, la fe religiosa es fundamentalmente una adhesión o asentimiento de la razón a Dios que se revela.

 

Ocurre, sin embargo, que el endiosamiento humano, en su solipsismo antropocéntrico, ha extraviado la noción sobrenatural de trascendencia. Pero como el ser humano, por naturaleza, es un ser religioso, en lugar de buscar lo sobrenatural, busca lo 'inmaterial'; y enseguida se tropieza con los sentimientos propios y las pasiones propias, que es la 'inmaterialidad' que tiene más a mano. Así surge esa 'religión sentimental', en la que Dios nos habla a través de las emociones subjetivas, como si fuese un cantante de boleros. La espiritualidad se convierte de este modo en sublimación de la sentimentalidad, en arrebato de flipado, en histeria de grupi. Esta conversión lamentable de la fe en 'sentimiento religioso' que se suscita y exacerba, hasta hacerlo estallar orgásmicamente, se aprecia en la proliferación de 'experiencias' religiosas que llevan las emociones al límite (a veces mediante retiros un tanto estrambóticos, a veces mediante conciertos musicales, porque 'todo es bueno para el convento') y provocan la vulnerabilidad de las personas, para que sus sentimientos afloren (a veces traumáticamente) y se derramen incontenibles. O sea, exactamente lo mismo que hacen las sectas.

 

¿Quiere esto decir que en la fe religiosa no tienen cabida los sentimientos? Por supuesto que no; pues ninguna realidad humana dilucidadora –desde el amor a los padres hasta el hallazgo de la vocación– puede prescindir de los sentimientos. Pero para que dichas realidades sean plenas y no meras efusiones calenturientas, los sentimientos tienen que someterse a la razón, que es la que brinda su asentimiento. Lo demás es superchería y pamplina; y a la postre se disipa, como el gas de la gaseosa que dejamos abierta.

 

 

Fuente: XL Semanal.

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