La nieve caía legendariamente sobre el asfalto, caía sobre los tejados con un equilibrio casi suicida, caía con levedad de sábana sobre el patio del colegio, convirtiendo el mundo en un largo poema de versos blancos, pero enseguida sonaba el timbre anunciando la hora del recreo, y el patio se llenaba de una multitud confusa de niños que profanaban la nieve con botas katiuskas. La nieve perdía entonces su prestigio de sábana, se iba entremezclando de barro, hasta parecer una mortaja sucia, alegórica de la vejez que nos aguarda. Yo me resistía a participar en aquella algarabía unánime de los otros niños: prefería quedarme en clase, mientras la nieve perdía su color sagrado, o volver a casa por calles poco concurridas, por arrabales deshabitados, pisando de puntillas sobre la nieve que tenía una consistencia de animal invertebrado. Yo tenía la sensación, al pisar aquella nieve, de estar reatando alguna especie en peligro de extinción, quizá mi propia inocencia, quizá la inocencia del mundo. Aquellas nevadas legendarias ya no volverán a repetirse.

 

La Navidad, en cambio, se repite cada año, ahora que se ha muerto la inocencia. Veo llegar la Navidad a través de las ventanas, agazapada y secreta, cayendo con levedad de sábana sobre el mundo, como un infinito poema de versos blancos, y asisto con vaga tristeza al estropicio que los hombres le tenemos preparado, un estropicio concienzudo y torpe, mucho más torpe que el de aquellos niños que calzaban botas katiuskas y se arrojaban bolas de nieve corno piedras inofensivas.

 

Estropeamos el poema de la Navidad con ripios que incluyen caridades efímeras, alegrías que se anuncian por altavoz y sonrisas que asoman entre los dientes corno un aguinaldo de moneda falca. Uno quisiera que la Navidad irrumpiera como un milagro inesperado, como una lotería arbitraria que florece dentro del pecho, pero el calendario y la ferocidad colectiva lo impiden. Uno quisiera, al menos por un año, que la Navidad descendiera legendariamente sobre los cuerpos, lavándonos la piel, penetrando hasta las vísceras, germinando en mitad de la carne. Uno quisiera, al menos por un año, que la Navidad cayera con lentitud de sábana sobre el paisaje que habitamos, uno quisiera impedir la profanación de esa nieve que se posa sobre la geografía arrasada del mundo y lo fecunda de silencio e introspecciones. Uno quisiera sentir el frío intacto de la nieve sobre las manos abiertas, para recuperar la grandeza diminuta de la niñez, pero cuando terminamos de formular este deseo, la nieve ya está llena de barro, el aire ya está lleno de músicas delictivas, la vida ya está llena de miserias y fingimientos y promesas de buena voluntad. Uno quisiera refugiarse en alguna habitación íntima y cerrar los ojos, al final de la fiesta, para sentir ese sustrato de nieves derretidas que llevamos dentro. Uno quisiera cerrar los ojos y escuchar el rumor de la vida que desciende por no sé qué desagües. Uno quisiera volver a abrirlos y encontrar nieve en la calle, nieve inocente y purísima. Pero no volveremos a ver esa nieve hasta después de muertos.

 

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