Cuando me han preguntado si yo era filósofo, siempre he respondido que más bien soy un profesor de filosofía que me gusta pensar e invitar a los demás a pensar y a escribir. Dividiré mi breve presentación en tres secciones: 1) Pensar más; 2) Querer más; 3) Conclusión.
Pensar más
En 1992, esto es, hace 30 años, tuve la suerte de estar todo el verano en la Universidad de Harvard como visiting scholar. Fue para mí una experiencia decisiva, pero lo que hoy quería contar es que uno de los días de aquel verano fui de exploración al MIT donde era profesor, entonces muy activo, Noam Chomsky. El MIT es una universidad de ingeniería y el Departamento de Lingüística y Filosofía ocupaba entonces un barracón de tipo militar. No encontré a Chomsky —era verano— aunque toqué con respeto la puerta de su despacho. El despacho de al lado era el de George Boolos (1940-1996), un famoso lógico matemático, y tomé nota de una cita de Charles S. Peirce que tenía pegada a la puerta en un papel mecanografiado: «The life of science is in the desire to learn» (CP 1.235, c.1902). Desde entonces puse ese texto en la puerta de mi despacho para animar a entrar a los estudiantes con ansias de aprender.
Estoy persuadido de que la filosofía no es —ni puede ser— un mero ejercicio académico, sino un instrumento para la progresiva reconstrucción crítica y razonable de la práctica cotidiana, del vivir. En un mundo en que la vida diaria se encuentra a menudo alejada por completo del examen inteligente de uno mismo, una filosofía que se aparte de los genuinos problemas humanos —tal como ha hecho buena parte de la filosofía moderna ¡y contemporánea!— es un lujo que no podemos permitirnos. Por ello, parafraseando a Charles Peguy (1873-1914), lo que defiendo siempre es que la filosofía debe volver a las clases de filosofía, esto es, que los problemas que se aborden en las aulas han de afectar a la vida real de los profesores y sus alumnos: este es probablemente el detonante de mi interés por el pragmatismo norteamericano.
La filosofía debe partir de las conversaciones reales de la gente, de sus diferentes opiniones acerca de los problemas humanos, y no de ideas ajenas a la vida y al pensamiento de profesores y alumnos. Como escribió C. S. Peirce, “no debemos empezar hablando de ideas puras —errantes pensamientos que vagan por las aceras públicas sin asiento humano— sino que debemos empezar por los hombres [y las mujeres] y sus conversaciones” (CP 8.112, c. 1900).
Quizás haya profesores excepcionalmente capaces para promover una discusión en clase que cubra los diferentes puntos de vista sobre un tema particular en un espacio de tiempo razonable, sin ninguna preparación específica por parte de los estudiantes. No es mi caso. Mi experiencia es que la conversación en el aula sin preparación es casi inútil. Para promover la no fácil actividad de pensar, debemos lograr que los estudiantes sientan un problema filosófico concreto, traten de entender las diferentes soluciones posibles e intenten concentrar su mente en ese tema durante varias horas de escritura personal. Este fue mi descubrimiento en el verano de 1996 en el maravilloso campus de la Universidad de Stanford cuando escribía mi libro El taller de la filosofía. Mi descubrimiento podía concentrarse en una sola frase: «escribir para pensar». Quizá por esto, me he empeñado en que mis estudiantes escribieran y he utilizado como lema de mis clases de «Filosofía del lenguaje» la advertencia de Wittgenstein en el prólogo de sus Investigaciones filosóficas: «No quisiera con mi escrito ahorrarles a otros el pensar, sino, si fuera posible, estimular a alguien a tener pensamientos propios».
La imagen popular de las clases de filosofía como un aburrido cementerio de teorías obsoletas puede revertirse si las clases se centran en problemas y en las respuestas que se han dado a esas cuestiones a lo largo de la historia. Un conocimiento profundo de la historia de un problema y de las respuestas logradas hasta el momento es el sello distintivo de la filosofía cuando está bien hecha. Hace falta un equilibrio inteligente entre la tradición y las acuciantes cuestiones actuales. Las viejas preguntas pueden iluminarse como si fueran del todo nuevas si se colocan en contraste con los avances de la ciencia o con problemas recientes de la sociedad. Cada vez que esto se logra la filosofía vuelve a comenzar con toda su frescura y atractivo.
Querer más
La pregunta sobre el papel de la razón en nuestras vidas y en nuestra civilización es probablemente la cuestión filosófica central que impregna los dos últimos siglos de la cultura y la filosofía occidental. Los filósofos, que —en expresión de Husserl— nos sentimos como «servidores de la humanidad», tenemos una gran responsabilidad sobre nuestros conciudadanos, como Sócrates con Atenas. Con nuestro trabajo no solo estamos transmitiendo el conocimiento filosófico a las nuevas generaciones, sino que estamos manteniendo viva la llama del pensamiento libre y riguroso, la llama de cómo ser humano en plenitud. De hecho, lo que enseñamos es realmente una forma de vida. Como afirmaba la profesora Ana Marta González glosando a Spaemann, lo racional es una forma de vida regida por la benevolencia, o con la feliz expresión de Gilson, “la vida intelectual es intelectual porque es conocimiento, pero es vida porque es amor”.
En nuestra vida tenemos que integrar en un único campo de actividad los dos conceptos kantianos de la filosofía, como Schulbegriff (filosofía académica) y Weltbegriff (filosofía vital y mundana). Al igual que un campo magnético con dos polos, —lo aprendí de Hilary Putnam— tenemos que prestar atención, por un lado, a la erudición, a la publicación de trabajos en revistas especializadas; pero por otro, tenemos que escuchar los gritos de la humanidad doliente y tratar de ayudar con soluciones inteligentes, participando personalmente en los debates contemporáneos. Hay una tensión entre ambos polos, entre el pensamiento racional —racionalista quiero decir— y la vida, pero es precisamente esta tensión la que hace que salte la chispa que enciende y da luz y calor.
En los años en que elaboré yo mi tesis doctoral entre 1977 y 1982 sentí vivamente la soledad del corredor de fondo en mi trabajo de investigación. Contaba con mi director, mi querido profesor y maestro Alejandro Llano, pero nada más, salvo el libro de Umberto Eco Cómo se hace una tesis. En agosto de 1994 con mis primeros doctorandos Sara Barrena, Jesús Daroca y Joan Fontrodona decidimos crear el Grupo de Estudios Peirceanos, básicamente para que los estudiantes de doctorado se sintieran apoyados en su empeño. Llamamos al fotógrafo (Manuel Castells) para que inmortalizara el momento, nos tomamos unas cervezas y elegimos como lema del Grupo las siguientes palabras de Peirce: «No llamo ciencia a los estudios solitarios de un hombre aislado. Solo cuando un grupo de hombres, más o menos en intercomunicación, se ayudan y se estimulan unos a otros al comprender un conjunto particular de estudios como ningún extraño podría comprenderlos, [solo entonces] llamo a su vida ciencia» (MS 1334, Adirondack Summer School Lectures, 1905).
Así es; la imagen de quien se dedica a la filosofía como la de un pensador solitario es del todo equivocada: la investigación también en filosofía se desarrolla en comunidad, en una comunidad que se expande en el espacio y en el tiempo.
Quienes cultivan el amor a la verdad cultivan también la amistad con los demás que buscan la sabiduría. Los filósofos no somos náufragos solitarios, sino solidarios, y por eso lo que más ayuda a quienes a veces sienten esa soledad es el prestarse atención unos a otros. Cuando logramos esa recíproca atención, “la ayuda que prestamos al otro es, al ser recibida y por serlo, un bien que el otro nos hace a nosotros mismos” —ha escrito mi querido amigo Rafael Tomás Caldera—. Una metáfora que ilustra bien esta relación comunicativa es la de esos hombres que, en algunas poblaciones de Catalunya, hombro con hombro, hacen unas maravillosas torres humanas: los castellers. Esa torre humana es un símbolo extraordinariamente expresivo del genuino trabajo en equipo porque la verdad se busca en comunidad.
De mi amigo Jorge de Vicente, antiguo profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de Navarra, fallecido en diciembre del 2005 (y que me regaló esa metáfora), aprendí que defender la pluralidad de la razón no significa afirmar que todas las opiniones sean verdaderas —lo que además sería contradictorio—, sino más bien que ningún parecer agota la realidad, esto es, que una aproximación multilateral a un problema o a una cuestión es mucho más rica que una limitada perspectiva individual. Las diversas descripciones que se ofrecen de las cosas, las diferentes soluciones que se proponen para un problema, reflejan de ordinario diferentes puntos de vista. No hay una única descripción verdadera, sino que las diferentes descripciones presentan aspectos parciales, que incluso a veces pueden ser complementarios, aunque a primera vista quizá pudieran parecer incompatibles.
No todas las opiniones son igualmente verdaderas, pero si han sido formuladas seriamente en todas ellas hay algo de lo que podemos aprender. No solo la razón de cada uno es camino de la verdad, sino que también las razones de los demás sugieren y apuntan otros caminos que enriquecen y amplían la propia comprensión. El empeño por aprender de los demás, de las opiniones diferentes a la nuestra, es para mí un punto importantísimo y que se encuentra ya en las enseñanzas de Tomás de Aquino: Omnes enim opiniones secundum quid aliquid verum dicunt (1 Dist 23 q 1, a 3).
Conclusión
Debo terminar ya y quiero hacerlo con tres breves frases un tanto lapidarias:
1º) Ansias de aprender.
2º) Pensar más y para ello lanzarse a escribir.
3º) Querer más y para ello empeñarse en escuchar a los demás y en aprender de ellos.