Leer a Chesterton en español no siempre es una tarea fácil. El maestro de las paradojas, que desconcertaba en vida a sus adversarios, que no enemigos, no solo era un certero espadachín de la dialéctica sino también un poeta. Y hay que reconocer que la lengua inglesa siempre se ha llevado estupendamente con la poesía desde Shakespeare a T.S. Elliott pasando por Milton o Keats. Por eso toda nueva traducción de una obra de Chesterton no deja de ser un acontecimiento porque los lectores nos preguntamos si por fin alguien habrá conseguido expresar lo que de verdad el escritor quiso decir. Esto es muy importante en una época en la que muchos citan a Chesterton, a veces fuera de contexto y otras esgrimiendo la cita como arma arrojadiza y casi equiparada a un pasaje bíblico. No cabe duda de que nuestro autor conocía bien la Biblia y la literatura inglesa, aunque nunca habría querido ser “vox Dei”. Habría preferido ser “vox populi”, entendiendo por pueblo, no el mítico de las ideologías políticas con su cortejo de “superhéroes” de relato, sino el de la gente sencilla, que no siempre aparece como protagonista.

 

Alguien dijo que, si hubiera que elegir una única obra de Chesterton, esta habría de ser Ortodoxia (1908), y esta opinión la habría compartido un devoto chestertoniano como Jorge Luis Borges. En español existen unas pocas traducciones de este libro, destacando una clásica del escritor y diplomático mexicano, Alfonso Reyes, y otra más reciente de Miguel Temprano. Ahora acaba de aparecer una versión clara y anotada debida al teólogo y profesor de la Universidad de Navarra, Juan Luis Lorda, y publicada por Ediciones Rialp. El traductor ha manejado las versiones anteriores y no reniega de ellas, pero al mismo tiempo ha realizado un trabajo concienzudo, de años, y el resultado está ahí: un libro imprescindible para conocer el pensamiento de Chesterton, así como su contexto histórico y cultural, que no siempre es conocido por los lectores en español.

 

Tras recomendar esta nueva versión de Ortodoxia, es obligado hablar de esta obra sin ánimo de resumir, ni siquiera de reseñar, y sí, en cambio, de reflexionar sobre algunos pasajes escogidos. El título del libro era provocativo en 1908 y lo sigue siendo ahora, cuando la transgresión es algo de lo más convencional. Romper moldes, a ser posible con espectáculo y algazara general, es lo que se lleva. Es más fácil y llamativo derribar a martillazos un escaparate que trabajar de cristalero para restaurarlo.

 

En esta era del “empoderamiento”, que poco o nada tiene que ver con el poder, siguen siendo muy actuales las citas de Ortodoxia, como el comentario que hace un editor al autor en estos términos: “Un hombre saldrá adelante si cree en sí mismo”. Sin embargo, la respuesta de Chesterton a esta arrogante profesión de fe es: “La completa confianza en sí mismo no solo es un pecado, sino también un trastorno”. Para el escritor inglés este tipo de presunciones resultan lógicas en una sociedad individualista que desprecia, entre otras cosas, la poesía, a la que tacha de locura. Pero el poeta Chesterton opina que, en cambio, que la locura es practicada por ajedrecistas, matemáticos o contables. En ellos, con todo respeto a sus profesiones, el autor descubre una obsesión perfeccionista, calificada de esta manera: “La señal más fuerte e inequívoca de la locura es esa combinación entre el perfeccionismo lógico y la contracción espiritual”. No cabe duda de que todo esto guarda relación con el eslogan antes citado de “creer en uno mismo”. La consecuencia, en palabras de Chesterton, es que esa persona “no cree en nada y en nadie, y se queda solo con su pesadilla”. Califica esta actitud de “egoísmo sentimental”. Da la impresión de que hoy esto está más extendido que a principios del siglo XX.

 

Ortodoxia es una clara demostración de que Chesterton fue un filósofo, e incluso un teólogo, sin haber concluido unos estudios universitarios porque, ante todo, era un incansable lector. ¿Qué nos dice, por ejemplo, de la virtud de la humildad? Habla de una antigua y una nueva humildad. A la nueva se refieren aquellos que quieren basarlo toda en la filantropía. Sin embargo, Chesterton prefiere la vieja humildad, “en la que el hombre dudaba del valor de sus esfuerzos, y ello le impulsaba a trabajar más”. En cambio, con la nueva humildad, duda de los fines “y, en consecuencia, abandona el trabajo”. Chesterton subraya que la nueva humildad proclama que hay que aprenderlo todo de la naturaleza, y el resultado es que el hombre se deja llevar por el escepticismo. Por nuestra parte, podríamos añadir que esa nueva humildad se caracteriza por una baja autoestima y que no se ajusta a lo de “andar en verdad”, en palabras de santa Teresa de Jesús. Desde luego, un escéptico no compartiría esta definición.

 

Las citas podrían multiplicarse indefinidamente, aunque esta será la última. El matrimonio Chesterton no tuvo hijos, pero a nuestro autor le encantaban los niños. Pude imaginarme la escena cuando visité Top Meadows, su casa en Beaconsfield, y recordé haber leído que en el salón el escritor hacía juegos y teatro para niños. Ni que decir tiene que le gustaban los cuentos de hadas, y en Ortodoxia no tiene el menor reparo en comparar la transformación de Cenicienta en princesa con la humildad expresada por María en el Magnificat.

 

Cabe recomendar este libro, y su nueva traducción, en el que se nos invita a contemplar el mundo no solo con el estilo de un brillante escritor, que sabe compaginar certeramente la forma con el contenido, sino también con una mirada sobre la vida cotidiana, que es la vida auténtica, a través de los ojos de un autor que nunca dejó de ser un niño.

 

 

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