En la época de Jesús, había un animado debate entre los escribas sobre cómo interpretar las disposiciones del Deuteronomio relativas al diezmo de todos los cultivos. Se llegó al punto de extender la obligación de diezmar incluso a las hierbas más pequeñas. Hoy en día, ya no hacemos tal ofrenda a Dios de los bienes que cosechamos. Sin embargo, la mentalidad de la menta, el eneldo y el comino se ha convertido de algún modo extraño en parte de la herencia de las generaciones sucesivas y hoy, en muchos casos, sigue rigiéndonos.

 

Es significativo que Jesús, dirigiéndose a los maestros de Israel, no critique el cumplimiento meticuloso incluso de las disposiciones menores de la ley, sino su separación de lo que es más importante en ella y de lo que constituye su espíritu: "«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del aneto y del comino, y descuidáis lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe! Esto es lo que había que practicar, aunque sin descuidar aquello»” (Mt 23,23). Lo que llama la atención aquí es que la palabra griega barytera, que aparece en este pasaje y se traduce como "más importante", significa literalmente: más pesado, gravoso, difícil de soportar. Así pues, no es sólo que los hipócritas pasen por alto lo que constituye el núcleo de la ley de Dios, sino -lo que es más importante- que renuncian a ella por la dificultad de poner en práctica estos fundamentos. Así, en lugar de preocuparse por una fe viva, que combine la justicia y la misericordia, prefieren centrarse en la aplicación exacta incluso de las normas más pequeñas, reduciendo su religiosidad a este nivel e imponiéndola a los demás.

 

No en vano, Jesús identifica precisamente esos tres pilares de la ley de Dios: la justicia (o, más exactamente, el juicio -gr. krisin-), la misericordia y la fe. Construir el justo equilibrio entre los dos primeros sólo es posible en el terreno de una fe viva y es, sin duda, uno de los aspectos más difíciles de la vida espiritual. Recuerdo que en cierta ocasión me conmovió el relato de uno de los testigos de la vida de San Sharbel, que conocí mientras investigaba documentos dedicados a este gran ermitaño maronita. Un día, este hombre -entonces todavía un muchacho- acudió con su madre a su ermita para participar en la Eucaristía celebrada por Sharbel. En virtud de la estricta ley eremítica libanesa, las mujeres no podían entrar en la capilla de la ermita; sólo podían participar en la liturgia desde lejos, asomándose por una puerta o ventana abierta. Además, Sharbel era conocido por su meticulosa y perfecta observancia de la ley; no en vano se le conocía como "la regla encarnada". Según el relato del hombre, aquel frío y húmedo día de otoño llegaron a la ermita completamente empapados. El muchacho entró en la capilla, mientras la mujer, tiritando de frío, se quedó fuera. Al salir hacia el altar, Sharbel vio al muchacho helado en la capilla; también observó a lo lejos a la mujer exhausta, de pie bajo la lluvia. Se le acercó, le dijo que se secara en la ermita y le dio sus zapatos; luego le pidió que llevara a su madre al interior de la capilla. Este ermitaño, perfectamente fiel a las normas de la regla, quebrantó la ley que le obligaba, o mejor dicho - rindió su letra a su espíritu, subordinando el acta formal a lo que consideraba justo y acorde con la idea de misericordia. ¿Qué razón superior le permitió tomar tal decisión en paz de conciencia? La respuesta es: una fe viva y profunda, que no se basa en el miedo al castigo, sino en una relación confiada y filial con el Padre celestial; la actitud auténtica de un hijo de Dios, que no cumple la ley para mostrar una apariencia de corrección y ganarse el amor, sino porque en ese camino encuentra su expresión el amor al Padre. Todo esto parece tan obvio y, sin embargo, nos resulta tan difícil en la práctica.

 

¿Qué ocurre cuando nuestra imagen de Dios se construye sobre el miedo a su rostro amenazador; cuando en algún lugar, en el fondo, reducimos la paternidad de Dios al nivel de una relación con un soberano sentado en un trono, al que debemos reverencia, respeto y un tributo de devoción tan sumiso que ni siquiera se atreve a levantar los ojos del suelo? ¿Y si Dios se nos aparece ante todo como un juez justo que señalará sin piedad mis errores y me hará responsable de mis pecados; ante quien debo besar sus pies, pero de ningún modo ponerme de rodillas? Por supuesto, no se trata de negar a Dios el respeto y la reverencia que merece, tratándole como a un compañero ocasional o a un buen paisano. A veces, sin embargo, una imagen opresiva de Dios se afianza tanto en nuestros corazones que la fe dominada por ella ya no es capaz de mantener un equilibrio adecuado entre misericordia y justicia. El miedo que la domina hace que la misericordia se convierta sólo en una idea bonita, cuyo cumplimiento en nuestra vida tenemos que ganarnos de todos modos. Sin embargo, la justicia empieza a regir no por su espíritu, sino por su letra: la exigencia del cumplimiento absoluto de las disposiciones formales incluso de los preceptos más pequeños.

 

No en vano leemos en el Deuteronomio el mandamiento de diezmar cada cosecha "para que aprendas a temer al Señor tu Dios todos los días" (Deuteronomio 14:23). El problema es que, para los israelitas, el temor era una forma de amor filial, cuya plena manifestación en Cristo estaba aún por llegar. ¿Y para nosotros? A pesar de que Jesús ya había venido y nos había enseñado a decirle a Dios, Abba, papá, seguimos estancados en una mentalidad de menta, eneldo y comino. Supuestamente sabemos que Dios nos invita a una relación profunda y segura con Él, y sin embargo nos sentimos más seguros comulgando con Él a distancia y ofreciéndole el tributo de nuestra piedad para expiar nuestros pecados o expiar nuestras faltas. Sí, todo esto es importante: el arrepentimiento, la conversión, la satisfacción. Lo más importante, sin embargo, es que en todo esto no perdamos lo que constituye la esencia de una relación con Dios. Porque si la perdemos, no la volverán a encontrar los que vengan después de nosotros.

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