Por desgracia, probablemente ya no nos sorprenda que la hostilidad forme parte del lenguaje utilizado en el mundo. Pero que también haya irrumpido de la misma manera en el discurso cristiano debería llenarnos de tristeza y dolor. Y ya no se trata sólo del antitestimonio en que viven muchos discípulos de Cristo ante el mundo, sino de la falsedad en que viven, revolcándose en ella bajo la orgullosa bandera de verdaderos discípulos de Cristo.

  

Lo llamamos fanatismo, incapacidad de callar ante el mal, lucha por la verdad. En realidad, estos y muchos otros términos que utilizamos no son más que formas veladas de describir la hostilidad que gobierna nuestra forma de pensar, actuar y experimentar la realidad. En nuestra versión cristiana, tiene además la cualidad tóxica de disfrazarse con ropajes de piedad. Bajo la bandera de Jesús, María, los ángeles y todos los santos, somos capaces de mofarnos de nuestros hermanos y hermanas en la fe que piensan diferente, utilizando vulgaridades, malicia, cinismo y canalizando esta mezcla explosiva en agresión religiosa. ¿Por qué religiosa? Porque va acompañada de copiosas citas de las Sagradas Escrituras, deseos de conversión o la elevada seguridad de rezar por el alma de nuestro enemigo cristiano, después de todo -en nuestra opinión- probablemente no haya otra forma de salvarlo.

 

¿Por qué nos irrita tanto la alteridad? ¿Por qué no podemos soportar las diferentes concepciones y actitudes de nuestros prójimos católicos? En las mentes de muchos de nosotros, la fe ha entrado en una estrecha simbiosis con las simpatías políticas, las opiniones sobre «lo cóvido», «las vacunas» y demás. Se ha convertido en una herramienta para luchar contra lo que no aceptamos, tememos o comprendemos en el mundo. En cuanto alguien se atreve a tener creencias diferentes a las nuestras sobre estos temas, se activan inmediatamente en nosotros el resentimiento, la sospecha, la ira, y luego explotan en una forma de expresión hostil que, aunque a menudo suene religiosa, no tiene nada que ver con la verdadera religiosidad. El problema es que en la raíz de tales reacciones está la fragilidad interior, la duda sobre uno mismo y, en última instancia, una fe débil, no relacional, no profunda, encapsulada en una forma externa, religiosa-ritual. Por desgracia, pocos de quienes actúan así son capaces de admitirlo. Suelen ver el problema en los demás, no en sí mismos, y pareciera que su piedad hostil no puede ser corregida.  

 

¿Cuál es el resultado? Nada bueno. No hay ni una pizca de amor cristiano. Por el contrario, hay una desintegración cada vez mayor de las relaciones, la desaparición del diálogo, el rechazo, el desprecio, la atomización de la Iglesia y el creciente distanciamiento de los círculos cristianos entre sí. Y sólo los «héroes» de estos procesos están satisfechos de sí mismos. Como verdaderos guerreros en cruzada por su propia causa, guardan la espada con la que acaban de golpear sin freno en la cabeza a sus correligionarios. Muchos de ellos recitarán luego una letanía de oraciones sobre los escombros del amor de su prójimo, dando así una merecida expresión a su religiosidad. Y quizá pocos se den cuenta de que no hay nada de verdadera piedad en ello. Ésta, al fin y al cabo, como escribió una vez Antonio Abad el Grande de Egipto, no es más que el cumplimiento de la voluntad de Dios, y se expresa en la dulzura, la sabiduría, la generosidad y la bondad.

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