A veces puede parecer que quejarse se ha convertido en una segunda naturaleza para el hombre. Las celebraciones familiares, los intercambios fugaces en la tienda o en la gasolinera, los diálogos de amigas en el parque o las reuniones de viejos amigos tomando una cerveza: cualquier ocasión es buena para quejarse.
El descontento está tan arraigado en nuestra sangre que a menudo ni siquiera nos damos cuenta de la fuerza con la que emana de nosotros. Por cierto, no se trata sólo de las palabras, sino de toda la persona: nuestros gestos, expresiones faciales, postura corporal. Es más, a menudo nos cruzamos por la calle con personas tristes, deprimidas, ensimismadas y angustiadas, que a menudo miran al frente con ojos vacíos y cansados.
Es cierto que corren tiempos difíciles y hay innumerables motivos para preocuparse. Sin duda, muchas de estas personas experimentan un auténtico sufrimiento y diversas crisis en sus vidas. Sin embargo, esto no les impide experimentar angustia a causa de sus diversas experiencias.
Parece más importante plantearse la pregunta que debe surgir en el corazón al encontrarse con su dolor: ¿hay esperanza en ellos? Una pregunta que resulta aún más pertinente si se tiene en cuenta que hay muchos cristianos tanto entre los que se quejan en voz alta como entre los que sufren profundamente, en secreto.
Jesús: dolor y alegría
Jesús no niega a sus discípulos el derecho al dolor. Al contrario, incluso anuncia en la Última Cena: "Vosotros lloraréis y os lamentaréis, pero el mundo se alegrará" (Jn 16,20a) y más adelante: "También vosotros experimentáis ahora el dolor" (Jn 16,22).
Es significativo, sin embargo, que Jesús no se detenga en una árida constatación y, por tanto, en concedernos, por así decirlo, el derecho a vivir momentos difíciles. En efecto, afirma "Lloraréis, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría... y se alegrará vuestro corazón, y nadie podrá quitaros vuestra alegría" (Jn 16,20b-22).
No se trata sólo de un cambio de humor o de un restablecimiento del equilibrio y de la sensación de bienestar. La alegría de la que habla Jesús se refiere al fundamento mismo: la esperanza cristiana.
No es de extrañar. Porque el contexto de la transformación del dolor en alegría es el encuentro con Jesús Resucitado que él mismo Jesús anuncia: la experiencia de su victoria sobre la muerte hace que la vida de los cristianos se transforme y se sitúe en un horizonte completamente nuevo.
En adelante, todo dolor y toda dificultad de la vida que experimentamos como cristianos pierde el poder de dominar nuestra existencia y de forzarla a un marco de desesperanza. Por el contrario, la alegría que brota del encuentro con el Señor resucitado tiene el poder de dejar una huella duradera en la vida cotidiana de los discípulos de Cristo, que no se parece a una alegría barata y superficial, sino que es una manifestación de paz espiritual, que hunde sus raíces en la realidad sobrenatural.
Alegría y gracia
No en vano, la palabra alegría (χαρά, chara) en el texto griego del Evangelio de Juan tiene la misma raíz que la palabra "gracia". Cuando Jesús dice que esta alegría nadie nos la puede quitar, no se refiere a una emoción pasajera o a un estado de ánimo cambiante, sino a un estado espiritual de paz interior que puede irradiar de nosotros a pesar de las dificultades de la vida.
Es precisamente la alegría anclada en el misterio de la Resurrección. Si no hemos encontrado al Resucitado en nuestra experiencia de fe, las dificultades de la vida provocan a menudo descontento y amargura. Cuando, por el contrario, nuestra vida cotidiana nace de este encuentro, la esperanza que nos anima emana de nosotros con una benevolencia llena de paz.
Esta es la alegría de la que hablaba Jesús y que desea para nosotros. ¿Qué conclusión se puede sacar de todo esto? El cristiano es un hombre de alegría, no porque no experimente problemas, sino porque tiene un Dios más poderoso que ellos, con quien puede resolverlos, y vive con la certeza de que, en última instancia, todas las dificultades de su vida cotidiana terminan al borde de la eternidad.