El 31 de agosto de 2013 fue beatificado en Bucarest monseñor Vladimir Ghika, un hombre que trabajó por la unidad de católicos y ortodoxos, y que se hizo católico, según sus propias palabras, para ser “un mejor ortodoxo”. Se cumple también, el 7 de octubre de 2023 un siglo de su ordenación sacerdotal, a la edad de cincuenta años, en la capilla de San Vicente de Paúl, en el número 95 de la rue de Sèvres de París. Su vida estuvo al servicio de Dios y del prójimo, e incluso difundió la expresión “la liturgia del prójimo”, lo que indica que tenía muy enraizado un pensamiento recogido en uno de sus libros: “Dios da a aquellos que dan. Dios se da a sí mismo a aquellos que se dan a sí mismos”.

 

La biografía de Vladimir Ghika es apasionante. Pertenecía a una familia de príncipes rumanos que terminó viviendo en Francia. Realizó sus estudios de educación secundaria en un liceo de Toulouse, donde dio muestras de su interés por la física, la química, la literatura o la historia contemporánea. Luego llegarían otros estudios de Derecho y Ciencias Políticas en París, y de Filosofía y Teología en Roma. Le marcó en su vida la relación con las Hijas de la Caridad, fundadas por san Vicente de Paúl, a las que ayudó a instalarse en Bucarest antes de la Primera Guerra Mundial. Más tarde lo encontraremos como sacerdote de la diócesis de París, en la función de rector de la iglesia de las Misiones Extranjera en el número 33 de la rue de Sèvres, donde atendió a numerosos refugiados en la década de 1920, aunque finalmente optó por vivir cuatro años en un barracón en una periferia parisina, en Villejuif, para llevar el evangelio a pobres y marginados, en un lugar descristianizado en el que se había difundido la ideología comunista. El resto de su vida pasa por ser el enviado del papa Pío XI a congresos eucarísticos internacionales, por quedarse en Rumania, compartiendo la suerte de su pueblo durante la Segunda Guerra Mundial, y por no regresar después a su querido París, cuando se implantó en su patria un régimen comunista. Tras acosarle de continuo, ese régimen lo arrojaría a la cárcel en 1952, falleciendo dos años después en la enfermería de la prisión como consecuencia de los malos tratos y privaciones a las que fue sometido. Pese a todo, algunos de sus compañeros de cautiverio certificaron que era el hombre más libre que habían conocido pese a estar dentro de los muros de una prisión.

 

El pasado mes de julio visité la capilla de San Vicente de Paúl en París y recordé como a los pies de la tumba del santo, situada por encima del altar, fue ordenado Vladimir Ghiika. La aspiración de su existencia se había cumplido, pero la condición sacerdotal no era un añadido más a un brillante historial. Se trataba de la suprema identificación con Cristo, a la vez sacerdote y víctima. Raïssa Maritain, presente en la ordenación del 7 de octubre de 1923, escribió en su diario: “Lo hemos visto después de la ordenación, revestido con el alba, cuando daba sus manos a besar con un gesto digno de una imagen de Fra Angélico, pues era una expresión de humildad y abandono”.

 

Abandono. No siempre se valora esta expresión de fe profunda. Algunos lo consideran dejadez o pasividad. No lo es en absoluto, tal y como podemos leer en otro de los pensamientos de monseñor Ghika: “Si sabes poner a Dios en todo lo que haces, encontrarás a Dios en todo lo que sucede”. Descubrí esta frase recientemente y llego a la conclusión de que es un sabio consejo en tiempos de incertidumbre, que en la existencia humana son la mayoría. Pero a la vez caí en la cuenta de que un amigo periodista me había comentado días antes otra frase similar, atribuida a san Juan Pablo II en su época de arzobispo de Cracovia: “Si dejas todo en las manos de Dios, verás la mano de Dios en todo”.

 

El abandono es una muestra de confianza en Dios. Esa confianza no nos exime de pasar por duras e incomprensibles pruebas, no nos libra de choques ásperos con la realidad. Vladimir Ghika vivió todo eso, incluso desde niño con la pérdida de su padre. De Ghika también se dijo que podía mirar directamente al infierno sobre la tierra porque sus ojos estaban puestos en el cielo Uno de sus familiares subrayaba que aquel hombre de largos cabellos y barba blanca producía una impresión de fragilidad., que desaparecía al mirar sus ojos dulces y serenos. La condición física de Ghika era frágil, aunque era un hombre de fe que sacaba fuerzas de su fragilidad y creía firmemente en la Providencia divina. Para muestra, otra de sus frases: “Si existo es porque Dios me ama”.

 

El beato Vladimir Ghika se anticipó en muchas cosas a su tiempo. Es un ejemplo para todos los cristianos, laicos y religiosos. Supo vivir extraordinariamente las cosas ordinarias de la vida corriente. Su secreto era hacerlas a fondo por amor al prójimo y amor a Dios.

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