Cuando intentamos transmitir valores religiosos a nuestros hijos, o cuando formamos nuestra propia piedad y vida espiritual, tendemos a centrarnos en no descuidar ciertas prácticas: la oración personal, la asistencia regular a la liturgia, el uso de los sacramentos. Así nos aseguramos de que haya una relación regular con Dios en nuestras vidas y en las de nuestros hijos.

 

Por supuesto, esto es bueno e importante; al fin y al cabo, la fe no es un conjunto de creencias ideológicas, sino una actitud que debe caracterizarse por la fidelidad. Sin embargo, a veces, al desarrollar esta actitud de fidelidad, olvidamos un elemento importante que es crucial para la calidad de nuestra relación con Dios. A saber, la imagen de Dios que llevamos dentro y cómo nos vivimos en relación con Él.

 

Desgraciadamente, esta imagen suele estar fuertemente distorsionada; el Dios de nuestra imaginación es a menudo un soberano exigente y duro, hacia el que adoptamos la actitud de un siervo. Sin embargo, más que servirle, queremos ganarnos su favor.

 

Este merecimiento se asemeja a veces a una especie de homenaje o tributo que le rendimos con nuestras oraciones, prácticas piadosas o diversos propósitos y comportamientos religiosos. Así, cuando queremos obtener algo o ganarnos Su favor, multiplicamos las letanías, las coronillas y las novenas, o incluso emprendemos un servicio específico y a menudo exigente en la Iglesia. La cuestión es con qué intención lo hacemos y qué imagen tenemos en nuestro corazón de Aquel a quien servimos.

 

Abandonar la mentalidad de siervo

 

Jesús mismo nos da una información importante a este respecto, revelando el modo en que nos trata a cada uno de nosotros y cómo quiere que vivamos nuestra relación con Dios. En su Evangelio, San Juan recoge las siguientes palabras que Jesús dirigió a los apóstoles y, a través de ellos, a cada uno de nosotros:

 

"Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, sino que os he llamado amigos, porque os he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre" (Jn 15,15).

 

Es conmovedor que Jesús no quiera que vivamos relacionándonos con él como siervos. Esto no significa, por supuesto, no servirle, sino - abandonar la mentalidad de siervos; no tratar a Dios como un gobernante que formula leyes, órdenes, prohibiciones y mandatos, y a nosotros como súbditos que hacemos la voluntad del Señor y, por tanto, merecemos su amor y su recompensa.

 

Amigos de Dios

 

Jesús deja claro que no nos trata como siervos, sino que comparte con nosotros todo lo que ha oído del Padre. De este modo, nos hace partícipes de asuntos muy personales e íntimos, de todos los secretos que comparte con el Padre.

 

Uno no es invitado a tal intimidad como un siervo, sino como un amigo -aquellos que uno desea tener consigo mismo-. Es un gran privilegio: ser amigos de Dios. Además, San Juan utiliza la palabra griega φίλος (philos), que significa no sólo 'amigo', sino también 'favorito' y 'amado', 'querido'.

 

Así pues, debemos servir a Dios y hacer su voluntad, pero no limitados por la mentalidad de un siervo que cumple órdenes recibidas para recibir una recompensa de la mano del soberano, sino con la conciencia de ser amados y queridos a los ojos de Dios, que ha querido compartir con nosotros sus mayores misterios.

 

Somos, pues, los "predilectos" de Dios, y esta conciencia debe impregnar toda nuestra vida espiritual de paz, alegría, gratitud y sensación de seguridad.

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