El 24 de septiembre de 1922 Gilbert Keith Chesterton recibía su primera comunión de manos del padre Thomas Walker en la parroquia de High Wycombe en la localidad de Beaconsfield. Este aniversario es menos recordado que el de su incorporación a la Iglesia católica el 30 de julio del mismo año, quizás porque las conversiones despiertan mucho más interés en la mayoría de la gente que la práctica ordinaria de la fe, en la que la Eucaristía es un pilar fundamental. De un apologista como Chesterton sus lectores buscan, sobre todo, el argumento decisivo, y a ser posible paradójico, contra las ideas contrarias al catolicismo. Quieren más una pluma audaz e ingeniosa que unas consideraciones espirituales. Sin embargo, si reducimos a Chesterton a esta faceta, aunque sea la más conocida y la más cultivada por él, tendríamos a un escritor que estaría continuamente ejerciendo una “esgrima” intelectual y poco más. Ser católico es mucho más que un acumulo de argumentos.Sin la oración y los sacramentos, el catolicismo quedaría reducido a una pátina externa, a veces de colores brillantes y llamativos, aunque el paso del tiempo lo iría descoloriendo poco a poco. Sería como la higuera que no daba frutos en la parábola evangélica (Lc 13, 6-9).

 

Antes de recibir el sacramento de la Eucaristía, Chesterton recibió unas lecciones de catequesis en las que inquirió toda clase de detalles sobre la liturgia de la misa. Uno de ellos fue el querer saber por qué se añaden unas gotas de agua al cáliz durante el ofertorio. El padre Walker le informaría, y de ello ya escribió san Cipriano en el siglo III, que esas gotas de agua representan al pueblo cristiano, que no sería nada sin la Sangre de Cristo. En este ritual quedan simbolizadas la naturaleza divina y la naturaleza humana. Como vemos, Chesterton se deja llevar una y otra vez por el asombro, pues el asombro es su modo imprescindible de entender la vida y el mundo. Su gran sensibilidad, que fue terreno para la siembra de la gracia, le haría exclamar después de su primera comunión“Hoy ha sido el día más feliz de mi vida”. Tiempo después se refirió, a “la tremenda Realidad del altar”, que le produce un cierto temor reverencial y confiesa que echa de menos no haber crecido con dicha Realidad. Es el asombro del auténtico converso, del que no comprende que una gran mayoría de católicos se hayan acostumbrado a la Realidad, lo que ha llevado a que la lámpara de la piedad, donde vive la luz de la fe, se haya ido apagando.

 

En 1932 Chesterton acudió al Congreso Eucarístico Internacional de Dublín y recogió sus impresiones en la obra La Cristiandad en Dublín. El título está bien elegido porque no fue únicamente una celebración de los católicos irlandeses sino de la Iglesia universal, aunque esos católicos tenían motivos sobrados para sentirse orgullosos tras haber alcanzado su independencia de Gran Bretaña once años antes. Catolicismo y conciencia nacional estaban entonces muy unidos. Por lo demás, una anécdota recoge el asombro chestertoniano con su acostumbrado sentido del humor, en aquella gran concentración de personas, “un evento religioso extravagante” en palabras del escritor. Allí vio lo que no había visto en todos sus viajes a Estados Unidos. En ese país encontró a mucha gente, aunque nunca a un solo indio americano. El primero lo encontró en Dublín y era un sacerdote católico.

 

En la capital irlandesa, el 24 de junio de 1932, sonaron miles de campanas durante la consagración de una misa, y en el cielo aparecieron estas alabanzas en letras gigantescas en latín: “Adoramus, Laudamus, Glorificamus”. Unas quinientas mil personas se concentraron en el centro de la ciudad. Todos esos detalles llevaron a Chesterton a escribir que Irlanda era apasionadamente religiosa, y que Inglaterra, pese a todas sus buenas cualidades, se había vuelto indiferente a la religión. Hoy esa Irlanda no existe. Se ha eclipsado, al igual que otras sociedades de tradicionales países católicos. El progreso material, con el consiguiente cambio de mentalidades, ha influido, sin duda, en ello, si bien en el caso de Irlanda también puede deberse a esa habitual simbiosis entre el nacionalismo y la religión, en la que la política, a derecha e izquierda, ha terminado por diluir la fe.

 

Estoy convencido de que la sensibilidad de Chesterton atenta siempre a lo sobrenatural, no reduciría su asombro a las multitudes y los fastos externos. En el libro citado hay una frase sobre la Eucaristía que pretende marcar distancias con otras creencias: “Hay una diferencia entre el espíritu de Dios que impregna el universo y que Jesucristo esté presente en un lugar”. En efecto, Chesterton ha abrazado la religión de un Dios cercano, presente en la Eucaristía, y no la de un Dios lejano que no se puede atisbar en las estrellas. Una frase incisiva para intuir que a Chesterton el asombro ante la Eucaristía le acompañó el resto de su vida.

 

 

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