Suele afirmarse que el pecado más característico del escritor es la vanidad. Y es un tópico cierto, porque el escritor –tal vez porque su trabajo casi nunca tiene la resonancia que merece, o la resonancia que el escritor cree que merece– busca siempre el eco (aunque sea confuso), busca siempre el aplauso (aunque sea equívoco), busca siempre la notoriedad (aunque sea denigrante o envilecedora).

 

Casi siempre, la vanidad es un pecado venial, más cómico que trágico; pero ¿cómo definirla? Podría decirse que la vanidad es como un sucedáneo del orgullo, como un orgullo menor en calidad y mayor en cantidad, un orgullo de saldo o limosna, un orgullo devaluado, pero también más ostentoso que el verdadero orgullo, que suele ser discreto o clandestino, más calculador y avergonzado de sus intenciones. La vanidad, en cambio, siempre es presuntuosa, siempre hincha el pecho y despliega su plumaje, como el pavo real. El orgullo, aunque pueda resultar destructivo, tiene cierta grandeza trágica que mueve a la piedad, incluso a la admiración, porque el hombre orgulloso está dispuesto a dejarse todos los pelos en la gatera con tal de coronar su empresa; y, si no la corona, jamás muestra a las claras su íntima desolación. La vanidad, en cambio, es frívola, poco propensa al heroísmo y dispuesta incluso a caer en el ridículo con tal de satisfacer sus apetencias, que por lo demás suelen ser bastante fútiles. Digamos que, si el orgullo es grave, la vanidad es fútil y caprichosa, capaz de adentrarse insensatamente en los territorios del vodevil y de la picaresca, en los que jamás osa adentrarse el orgullo, más taimado y prevenido. El orgullo es un pecado de cuello cerrado y luto riguroso, un pecado sombrío y puritano; la vanidad es un pecado despechugado y colorista, chispeante y disipado. El orgullo es hermético y se basta a sí mismo hasta lo demoníaco; la vanidad es exhibicionista y no puede vivir sola, necesita verse reflejada en otros, como en un espejo que celebre admirativamente sus mañas y piruetas. La vanidad sufre con el desengaño y no le importa mostrarlo a las claras, convirtiéndose en plañidera de sus fracasos, para escarmiento o escarnio ajenos. El orgullo, por el contrario, se guarda el sufrimiento de la decepción en un estuche, donde se pudre y agusana, y se refugia en una torre de altivo narcisismo.

 

Según reza el diccionario, la vanidad no es sólo presunción y envanecimiento, sino también algo más noble y delicado: «ilusión o ficción de la fantasía». Esta tierna faceta de la vanidad (tan presente en la vida de los escritores, que sueñan con éxitos que nunca obtendrán) la distingue también del más renegrido orgullo, que no repara en ilusiones ni fantasías, sino que se basa siempre en una exageración de los méritos propios. Pero el orgullo es pundonoroso y tozudo y obra en volandas de la ambición, a diferencia de la vanidad, que suele obrar a tontas y a locas, seducida de su propio carácter fantasioso, aspirando a empresas quiméricas o improbables, y en no pocas ocasiones por completo carentes de categoría y de lustre. Lo que más llama la atención de la vanidad de los escritores es la modestia ridícula de sus aspiraciones: tal o cual premio amañado, tal o cual honor de pacotilla, tal o cual invitación a un foro de medio pelo. Así, zarandeada por aspiraciones sin sustancia, la vida del escritor acaba convertida en pompa y humo. La vanidad, a la postre, consiste en ocupar fantasmalmente un espacio que no nos corresponde, siquiera por unos días o unas horas; el orgullo, por el contrario, aspira a llenar perpetuamente ese espacio, hasta adquirir su propiedad. La vanidad es diletante y picaflor; el orgullo es concienzudo y recalcitrante. En cierto modo, el orgullo es el doctorado de la vanidad.

 

Pero, aunque su carácter es jovial y volandero, la vanidad puede arrastrarnos a la perdición; desde luego, ha arrastrado a muchos escritores, que con tal de disfrutar de un espejismo de éxito han llegado a convertirse en caricaturas irrisorias de sí mismos. A mí, sin ir más lejos, la vanidad me llevó a programas televisivos infectos, a sabiendas de que mezclarme con la patulea que los frecuentaba acabaría ensuciando mi prestigio; pero siempre el brillo del aplauso instantáneo acaba atrapándonos, como la luz atrapa a la polilla, antes de calcinarla. Al escritor, a la postre, le ocurre como a aquella dama principal a la que se refiere don Quijote, que se sintió ofendida porque un poeta no la había incluido en una sátira escrita por él contra algunas cortesanas. El poeta, atendiendo sus quejas, incluyó entonces a la dama en su sátira, poniéndola «cual no digan dueñas», y ella quedó satisfecha «de verse con fama, aunque infamada».

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