Tras dedicarle hace unos pocos años una biografía llena de perspicacia y originalidad, la profesora Anna Caballé nos ofrece ahora una antología de los escritos de Concepción Arenal (1820-1893), titulada muy atinada y expresivamente La pasión por el bien (Siglo XXI Editores). Caballé considera –con razón– a Concepción Arenal una de las grandes personalidades del siglo XIX español; y logra convencernos de este aserto en un prólogo incisivo y dilucidador, maravillosamente escrito, en donde las calas biográficas se combinan con reflexiones de altísimo vuelo.

 

Antes de que Caballé se preocupara de dilucidar la figura de Concepción Arenal, circulaban sobre ella muchos prejuicios inertes, muchas visiones cojas y fragmentarias, muchos tópicos archisabidos. Sus ideas avanzadas –siquiera para la época– la tornaban antipática para la derecha; y, a la vez, su declarada religiosidad y su irrenunciable apoliticismo la convertían en una figura que el progresismo no deseaba hacer suya. Ni siquiera su recepción en el ámbito feminista había sido pacífica, tal vez porque el pensamiento de Arenal, lejos de abundar en los victimismos al uso, interpela a las mujeres y las hace corresponsables de su marginación.

 

Ciertamente, la figura gigantesca de Concepción Arenal no admite la reclusión en esos guetos que favorecen los rescates en nuestra época. Tiene la mirada de águila del filósofo que contempla el mundo desde una atalaya; y tiene, al mismo tiempo, la mirada atenta del samaritano que repara en el dolor humano. Esta simultánea capacidad para escrutar los problemas en sus primeras causas y en sus consecuencias más sangrantes otorga a su pensamiento un formidable pulso ético que se derrama sobre las más variopintas realidades humanas. Nuestra visión de Concepción Arenal, antes de zambullirnos en los trabajos de la profesora Caballé, era esquemática e incompleta. Para remediar nuestras lagunas, Anna Caballé nos ofrece en La pasión del bien una selección de textos tan diversa que, tras su lectura, podemos hacernos una idea cabal del pensamiento de Arenal, disperso sólo en apariencia, profundamente unitario en su meollo.

 

Todas las empresas intelectuales y humanas abordadas por Concepción Arenal, que a simple vista pueden parecer de una variedad inabarcable, se comprenden mucho mejor leyendo esta antología, que pone en el centro del debate el dolor. Para Arenal, el dolor se halla en el origen de todas las virtudes y de todas las acciones heroicas. Nada humanamente valioso existe sin amargos días de prueba, sin penosas purificaciones, sin una dosis de lágrimas o de sangre. Todo lo que nos interesa y conmueve, todo lo que nos entusiasma y admira, está amasado con dolor. Para Arenal, la más alta misión humana no consiste, pues, en erradicar el dolor (como piensan nuestros modernos ingenieros sociales), haciendo de la vida un camino de rosas que, a la postre, nos depravaría. No existe virtud sin combate, ni abnegación sin sacrificio, ni compasión sin pena, ni perdón sin ofensa; no existe, en fin, hombre moral sin dolor. La más alta misión humana consiste, a juicio de Concepción Arenal, en admitir que el dolor es un ingrediente esencial de nuestra naturaleza; un ingrediente que, bien aprovechado, puede convertirse en origen de todo lo bueno, verdadero y bello que somos capaces de realizar. Pero, para que el dolor eleve y enaltezca, para que pueda rendir frutos fecundos, debe ser un dolor atendido, consolado, remediado. Así, el dolor podrá ser utilizado «para perfección moral de quien lo sufre y de quien lo consuela».

 

Así, convertido en maestro de la humanidad, el dolor atendido y consolado puede espiritualizar al hombre más grosero, tornar grave al más pueril, levantar al caído, abatir al encumbrado, confundir al sabio e inspirar al ignorante. Puede establecer un lazo de amor entre quienes antes se aborrecían, poniendo coto a las gangrenas de la corrupción humana. Ese dolor atendido y consolado —el dolor de los pobres, el dolor de los presos, el dolor de las mujeres— es el núcleo del pensamiento de esta mujer pionera, profundamente conocedora de la naturaleza humana. «Así como en el alma más pura hay siempre un punto negro, una sombra, un vestigio indeleble del pecado original —escribe en algún pasaje de esta antología admirable—, en el corazón más depravado queda también algo de noble, sagrado resto de su celestial origen». Sólo contando con ese punto negro y con ese sagrado resto se puede atender sinceramente el dolor humano. La pasión por el bien que animó a Concepción Arenal resplandece en estas páginas memorables, a la vez lúcidas y conmovedoras, espigadas con mano maestra por la profesora Caballé.

 

 

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