Glosábamos en un artículo anterior la tesis de Leonardo Castellani, que hallaba la razón última de la decadencia española en una religiosidad teatrera que, hacia el siglo XIX, habría cristalizado en fariseísmo, una ‘esclerosis religiosa’ que, en sus versiones más extremas, puede llegar al crimen. Pues el fariseo, que al principio se conforma con ser hipócrita y santurrón, con el tiempo llega a despreciar y aborrecer a los auténticos creyentes, a los que termina persiguiendo con saña y fanatismo implacables. Puesto que la España actual ha dejado de ser un país religioso, podríamos considerar que la plaga del fariseísmo ha desaparecido también. Muerta la fe –podríamos pensar–, se muere también su tumoración o excrecencia parásita, con lo que al fin España se aprestaría a iniciar una nueva era de esplendor. «¡Muerto el perro se acabó la rabia!», podríamos exclamar, alborozados, en el umbral de una nueva Edad de Oro.

 

Pero el fariseísmo, lejos de haber desaparecido o estar en trance de hacerlo, se muestra más robusto y rozagante que nunca. ¿Cómo es posible esto, si España ha renegado de la fe de sus padres? Lo ha hecho, en efecto, pero no ha dejado de ser farisaica, por la sencilla razón de que ha encontrado sucedáneos religiosos a los que el fariseísmo puede aferrarse, sucedáneos que puede corromper y esclerotizar, utilizándolos incluso como instrumentos criminales. Para entender esta metamorfosis del fariseísmo, conviene recordar que el ser humano no puede dejar de ser ‘religioso’, como no puede dejar de ser bípedo: a medida que deja de adorar a Dios, empieza inevitablemente a adorar ídolos. Los antiguos no utilizaban jamás la palabra ‘ateo’ para referirse a la persona que había dejado de creer en la existencia de Dios, sino ‘idólatra’; pues, con sabiduría muy profunda, consideraban que ningún humano podía vivir sin adorar un ídolo. El becerro de oro, los placeres sensuales, las ideologías… incluso el petulante culto a uno mismo son sucedáneos religiosos, formas de idolatría que ocupan el hueco religioso, sustituyendo la fe en quienes carecen de ella y desplazándola o arrinconándola en tantas y tantas personas creyentes. Esta infestación idolátrica es hoy más invasiva y pujante que nunca, porque incluso las personas más propensas a la religiosidad encuentran multitud de idolatrías sustitutorias que reclaman su adoración: avances tecnológicos superferolíticos, descubrimientos científicos pasmosos, paradigmas ideológicos despampanantes, etcétera. Y todas estas idolatrías, además, resultan extraordinariamente ‘rentables’; pues, adorándolas, podemos colgarnos una medalla de ciudadano fetén y obtener mil y una recompensas, desde las más magras e inocentes (el aplauso social, la palmadita en la espalda) hasta las más arteras y pingües (subvenciones y mamandurrias varias).

 

Así que la infestación idolátrica que hoy padecemos ha procurado un nuevo y opíparo caldo de cultivo al fariseísmo. La saña con que algunas estrellitas y asteroides televisivos señalaron y estigmatizaron durante la reciente plaga coronavírica a las personas que no se quisieron inocular las terapias génicas o placebos que supuestamente la combatían, el encono con que azuzaban a los gobernantes para que convirtieran a esas personas en chivos expiatorios, es de naturaleza indudablemente farisaica (sobre todo si consideramos que tales estrellitas o asteroides son gentes por completo ignaras en cuestiones de ciencia). Otra muestra muy expresiva del fariseísmo que hoy nos corroe nos la brindan esos politicastros infames que votan leyes abolicionistas de la prostitución y a continuación lo celebran en un burdel; o esos millonetis que acuden a las cumbres climáticas en jet privado. Y lo mismo estos millonetis y politicastros que las estrellitas y asteroides televisivos ‘contagian’ su fariseísmo a millones de zascandiles que, adhiriéndose hipócritamente a sus pronunciamientos farisaicos, esperan medrar, o siquiera ser aceptados socialmente. Así se hace el caldo aún más gordo al fariseísmo ambiental, tan gordo que el caldo incluso ha cristalizado en una ideología específicamente farisaica, nacida de la ‘corrección política’ (como finamente se ha dado en llamar el fariseísmo), la llamada ideología woke, que está colonizando por completo el imaginario colectivo con su amalgama aberrante de victimismo y estigmatización (‘cancelación’) para quien osa transgredir los dogmas impuestos por la idolatría reinante.

 

Hoy, más que en ninguna otra época, el fariseísmo se ha convertido en el cáncer de nuestra vida social. Y el destino irremisible de una sociedad tan desaforadamente farisaica es la decadencia.

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