Gustave Thibon (1903-2001) es un eminente filósofo francés del siglo XX, pero no es un filósofo académico. Supo combinar, como pocos lo han hecho, la literatura y la filosofía. De hecho, fue candidato en cuatro ocasiones al Premio Nobel de Literatura, aunque es un autor no fácilmente clasificable. No realizó estudios universitarios, pero su cultura era enciclopédica, pues poseía una colosal biblioteca familiar, cuya lectura alternaba con el cuidado de un viñedo familiar en la Provenza.

 

Hay quien podría pensar que Thibon es hombre de nostalgia, volcado en sus lecturas y vida campesina, ajeno al mundo en que vive. Nada más lejos de la realidad porque Thibon no creía ciertamente en el mito del progreso y tampoco en una supuesta edad de oro que quedó atrás. Thibon creía en la eternidad, una eternidad que ya se intuye en el mundo presente.

 

Para conocer bien su pensamiento, aunque eso sería una ardua tarea, recomiendo la lectura de Los hombres de lo eterno. Conferencias 1945-1980 (ed. Rialp). La cita que abre el libro refleja con exactitud las inquietudes de Thibon: "Ni conservadores que bloquean el futuro ni progresistas que niegan el pasado: debemos ser, ante todo, hombres de lo eterno, hombres que renuevan lo mejor del pasado mediante una fidelidad alerta y activa, siempre interpelada y renaciente". No es, desde luego, la convicción de un inmovilista ni de la de un espíritu inquieto que no sabe asentar su mente, y su vida, en ningún sitio. Estamos ante un libro de un hombre de profunda vida interior, que aflora fácilmente a la superficie, y que no es transmitida desde un púlpito académico sino desde la amistad: "No tengo discípulos sino amigos".

 

No recomiendo conocer a Thibon a partir de resúmenes entresacados de sus libros. Su riqueza cultural y espiritual fluye de un modo tan intenso que resulta imposible absorberla con una simple lectura. Sería como intentar recoger el agua con la palma de las manos. Por eso, Los hombres de lo eterno es un libro para consultar y subrayar, un libro de inspiración que no pocas veces sirve para hacernos caer en la cuenta de lo que es obvio, aunque el ambiente lo haya nublado ante nuestros ojos. Me limitaré, por tanto, abrir boca con algunas ideas y reflexiones de las cuatro partes en que se divide esta obra.

 

En la primera, Facere veritatem, contrapone el auténtico realismo con lo que califica de irrealismo moderno. Gran parte de las conferencias de Thibon se impartieron en las décadas de 1960 y 1970, pero siguen siendo actuales porque era la época en la que la modernidad empezaba a ser sustituida por la posmodernidad. El irrealismo pretendía ser la máxima expresión del realismo, si bien es el reflejo de una mentalidad en la que “el hombre ya no cree ni espera en nada que no sea el hombre”. El resultado es una sociedad en la que se multiplican los solitarios, hay una falta de autenticidad y proliferan los extremismos y los resentimientos. Aquí la versatilidad no es una virtud, sino que expresa una espantosa dispersión. El yo, supuestamente soberano, se ha convertido en vulnerable. El hombre ha sustituido la meditación por la acción, la reflexión por el reflejo. Su subjetivismo se traduce en inconstancia y anarquía interior.

 

La segunda parte lleva el título de Transmitir, servir y compartir, que es una referencia a Sófocles. El hombre actual ha roto las raíces con sus semejantes y no quiere formar parte de una comunidad de destino. Considera que la tradición es una forma de inmovilismo y adopta una actitud de constante rebeldía. Thibon llega a la conclusión, que también habría compartido Tocqueville, de que el estatismo fomenta el individualismo. Como contraste, nuestro autor destaca el papel de la familia y la escuela en la formación de la personalidad, siempre y cuando contribuyan a construir una vida interior. Y una idea fundamental en este proceso: el poder del ejemplo.

 

La tercera parte, ¿Seremos "derrotados por nuestras conquistas"? es muy oportuna en estos tiempos en que preocupa el poder de la tecnología. Es una llamada a la interioridad, dado el convencimiento del autor de que lo indefinido está sustituyendo al infinito. Ante el reto de la tecnología, debemos de ser conscientes de su ambigüedad, de que los progresos no pueden detener el progreso del hombre. No se puede rechazar el progreso porque somos seres humanos, pero el progreso tiene sus límites, pues la especie humana también es limitada. Frente a los divinizadores de la historia del siglo XIX, como Hegel y Marx, Thibon afirma que "no es el hombre el que debe de adaptarse a la historia, es la historia la que debe adaptarse al hombre".

 

La cuarta y última parte, Despertar al "hombre nuevo" en el hombre de hoy, me trae al recuerdo los utopismos de los siglos XIX y XX que quisieron construir un "hombre nuevo" no solo en la teoría sino también desde leyes coercitivas. En efecto, Thibon asegura que el mundo venidero será un mundo "sin paternidad, sin fraternidad, sin misterio y sin riesgo". En este mundo impersonal y sin vínculos la religión no tiene cabida. Lo profano se sacraliza aun a costa de profanar lo sagrado. Sin embargo, Thibon, el creyente, se aferra a la esperanza cristiana, en la que está presente el misterio de la gracia, manifestada en lo inesperado y en lo imprevisible. Por eso, Thibon se califica a sí mismo de "eternista", y no de conservador o progresista.

 

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