Hace unos pocos días una valiosa alumna me decía que el enemigo de su desarrollo personal era el autosabotaje, esto es, el decirse a sí misma que no era capaz de alcanzar sus sueños. Nunca antes había oído ese término, pero me parece que resulta muy gráfico para identificar uno de los rasgos generacionales de los jóvenes de hoy: tienen sueños e ilusiones, pero en muchos casos descartan esforzarse en lograrlos, quizá sobre todo, por miedo al fracaso.
Ya Shakespeare escribió en «La tempestad» que estamos hechos de la misma materia que nuestros sueños. En este sentido, podría decirse que una persona vale tanto cuanto valen sus sueños. El problema es qué pasa cuando los sueños de muchos jóvenes no llegan más allá del siguiente fin de semana. Este rasgo de tantos jóvenes nacidos después del año 2000 contrasta mucho con las cualidades —quizá muy mitificadas hoy en día— de la generación de los jóvenes sesentayochistas a la que pertenezco: «Levantad el asfalto, debajo hay playas», «Seamos realistas, pidamos lo imposible» y tantos otros lemas que enardecían los corazones de los jóvenes de hace cincuenta años porque se sentían dispuestos a cambiar el mundo.
Más me impresionó todavía que la estudiante que me hablaba del autosabotaje, se había tatuado en la pierna derecha un letrero con caracteres bien visibles que decía «Mi mejor aliada» y en la izquierda otro con «Mi peor enemiga» para no olvidarlo nunca y recordarlo a diario. Sin duda, esta poca confianza de muchos jóvenes en sí mismos, en sus propias fuerzas, es un rasgo generacional. Tiene quizá su origen en la sobreatención por parte de tantos padres que, por evitar sufrimientos a sus hijos, les han privado de la experiencia del dolor que tan necesaria resulta para un adecuado desarrollo personal. En otros casos, «el autosabotaje se da —me escribe una profesora— porque no te crees merecedora de amor y reconocimiento».
En mi práctica docente, una manera eficaz para ayudar a los jóvenes de forma que ensanchen su confianza en sí mismos es invitarles a escribir sobre los temas que les preocupan o les interpelan, y después releer tranquilamente con ellos lo que han escrito y comentarlo privadamente. Así he venido haciendo desde hace años en mis cursos o en el asesoramiento personal de muchos alumnos con resultados muy reconfortantes con nombres y apellidos. En particular, resulta una manera muy adecuada para afrontar temas difíciles del ámbito personal como la superación de la timidez o situaciones familiares o personales desajustadas. Se trata —digo a menudo— de transformar las lágrimas en tinta, y después al leer y comentar lo escrito con alguien de nuestra confianza crece nuestra comprensión de lo que nos pasa y se ve mucho más claro lo que podemos hacer para superar el problema del que en cada caso se trate.
En esta misma dirección, me ha impresionado mucho la investigación doctoral de Sofía Brotóns —defiende su tesis este mes— que ha demostrado fehacientemente la potencia de la escritura y de la relectura de esos textos sobre proyectos vitales en el caso de jóvenes en riesgo de exclusión.
Escribir lo que nos preocupa y releer lo escrito con alguien de nuestra confianza ayuda decisivamente a hacerse dueño de la propia intimidad, a ganar en protagonismo de nuestros propios proyectos, a ensanchar la confianza en nuestra capacidad de hacer realidad muchos de nuestros sueños.